La película "El Concierto" (dirigida por el rumano R. Mihaileanu, 2009), es un simpático muestrario de los anhelos profundos del corazón humano. Una especie de cuento acerca de la orquesta rusa Bolshoi (Moscú), cuyas actividades habían sido prohibidas en la época de Brézhnev. Sus componentes fueron declarados “enemigos del Pueblo” y su director, Andrei Filipov, destituido por no expulsar a los músicos judíos e interrumpido en pleno concierto por la KGB, pasando a ser limpiador del local.
Treinta años después, se les presenta la oportunidad de una revancha, con un concierto en el prestigioso teatro musical del Châtelet, en Paris. Además de buscar a sus antiguos músicos –que viven como pueden–, Andrei contrata a una conocida violinista francesa, Anne Marie. Cenan juntos el día antes del concierto.
Ella le confiesa que no conoció a sus padres, un biólogo y una antropóloga, que murieron en un accidente de avión, en los Alpes: “Desde niña siempre he buscado la mirada de mis padres… Cuando toco, lo que me gustaría conseguir es su mirada un segundo, sólo un segundo”. Andrei le cuenta lo que le aconteció a él hace treinta años: le habla de Lea, una violinista judía, y de su marido Isaac. Y de lo que pasó aquel día, interpretando el Concierto para violín y orquesta de Tchaikovski. Recuerda especialmente a Lea: “Su violín mágico me llevó a mí y a la orquesta al cielo… Todos volamos, junto al público, a la última armonía… Pero el concierto se acabó a la mitad… Caímos desde muy alto…”.
Pero Anne Marie le responde diciéndole que lo de ahora es una locura: los músicos no son precisamente los que eran, Andrei se ha convertido en un bebedor… y ella nunca ha tocado Tchaikovsky: – “Yo no soy Lea. Y juntos no conseguiríamos la última armonía…No debemos hacer este concierto juntos. Sería un fracaso”.
Uno de los músicos, el judío Sacha, trata de convencerla, diciéndole que quizá al final del concierto encuentre a sus padres: – “La música a veces nos ayuda a crecer. Nos da respuestas. Tenemos dudas antes de tocar música, y miedo a la verdad…”.
Andrei y Sacha, y la mánager de Anne Marie, todos parecen saber quiénes eran los padres de Anne Marie, pero no se lo dicen. Desean que ella lo vaya descubriendo, precisamente a través de su violín y del concierto en el que interpretará a Tchaikovsky, sobre una partitura anotada hace años por Lea…
Dejemos en suspense el resto (ver la última escena: 13:16') y volvamos a nuestra realidad. En 2009, meses antes del estreno de la película, radio France-Bleu (Grenoble) alababa especialmente la “humanidad” del film, que sabe presentar temas espinosos con inteligencia y buen humor. El director señalaba que, efectivamente, “la apuesta, el tema de la película es la amistad, la solidaridad… el mestizaje de culturas, los encuentros”. Se trata de una metáfora de la “invasión” cultural del Este en la Europa occidental, que produce una mezcla un poco explosiva. Quiere mostrar –sigue explicando–, con atención al contexto histórico, que el ser humano está siempre ahí y puede estar orgulloso de sí mismo; recordar que “hoy, cuando nuestro pequeño planeta pasa un momento difícil, el ser humano sigue siendo bello y digno”. Como ha escrito John Underwood, crítico cienematográfico inglés, esta película abre los ojos, los oídos y el corazón del espectador.
Música, amistad, belleza. En la perspectiva cristiana cabe –utilizando la terminología de C.S. Lewis– recordar los tres amores (afecto, amistad, “eros”) que son un reflejo y un camino para descubrir y vivir la caridad (amor divino). La caridad perfecciona los amores humanos y, respetándolos en su más alta belleza, verdad y bien, los transforma en alabanza a Dios y servicio a los demás. De este modo, la película invita a alcanzar “la última armonía” del horizonte humano. De ahí también que un cristiano siempre deba preguntarse cómo va respondiendo a los “amores” que Dios ha sembrado en su vida, hasta convertirla en un testimonio y compromiso de Amor.
En la película se muestra sobre todo el valor de la amistad. Las relaciones de amistad –surgidas con ocasión del trabajo profesional de los músicos y entremezcladas con las relaciones familiares– pueden verse, en efecto, como un resplandor del amor divino, que llama a participar en él, para hacer “un mundo nuevo” (cf. Apoc. 21, 5).
En cuanto a la música, como todo arte, es don de Dios y desarrollo del hombre, expresión de la vida y la esperanza humanas, pues “a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra” (Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 2). Con motivo del quinto aniversario de su elección (29-IV-2010), señaló Benedicto XVI el lugar importante de la música en la educación, especialmente de los jóvenes: “La música es capaz de abrir las mentes y los corazones a la dimensión del espíritu y conducir a las personas a alzar la mirada hacia lo Alto, a abrirse al Bien y a la Belleza absolutas, que tienen la fuente última en Dios”.
(publicado en www.religionconfidencial.com, 13-IX-2010)
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