Caravaggio, La conversión de San Pablo (Odescalchi), 1600
El impulso a la unidad de los cristianos (el ecumenismo) es uno de los objetivos principales de este pontificado. Se trata de un compromiso que todo cristiano debe asumir, mediante la conversión personal, haciendo suya esta tarea en la que la Iglesia entera está empeñada: “El serio deber de conversión a Cristo –ha dicho Benedicto XVI el 23 de enero– es el camino que conduce a la Iglesia, con los tiempos que Dios dispone, a la plena unidad visible”. No en vano la Semana de la Unidad se clausura tradicionalmente el día de la conversión de San Pablo.
Caravaggio pintó dos veces la conversión de Saulo camino de Damasco. En la primera (obra llamada Caravaggio Odescalchi, pues lleva el apellido de la familia romana que la posee), Saulo se encuentra con Cristo en la forma de una luz cegadora. Le ordena que deje de perseguirle y se convierta en su testigo. El Apóstol no vió a Cristo, pero el pintor lo representa sujetado por un ángel y alargando su mano hacia Saulo, como para levantarle e impulsarle a su misión. El caballo y un viejo soldado parecen interponerse entre Saulo y la Luz.
Todos necesitamos “caer del caballo”, para apoyar mucho más la causa de la unidad, primero con la oración y la caridad.
Este año, el lema de la Semana de la unidad recuerda a los primeros cristianos de Jerusalén, con las palabras del libro de los Hechos de los Apóstoles: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42).
En la audiencia general del 19 de enero, el Papa se ha detenido en estos cuatro pilares característicos de la primitiva Iglesia de Jerusalén, según el relato de San Lucas, y que deben estar presentes siempre en toda comunidad cristiana, tanto a nivel universal como local.
Ante todo, los primeros cristianos se reunían para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, es decir, “la escucha del testimonio que éstos dan de la misión, la vida, la muerte y la resurrección del Señor Jesús”. También hoy, dice Benedicto XVI, el impulso a la unidad de los cristianos comienza en la confesión de la fe apostólica. Y lo que confesamos los cristianos –cabe recordar– es lo que dice el Credo. Por eso hay que preguntarse si conocemos bien lo que decimos creer, junto con sus implicaciones en nuestra vida cotidiana (saberse hijo de Dios, poner a Jesucristo en el centro de la propia existencia, promover –por medio de la oración y los sacramentos– la vida espiritual en plena docilidad al Espíritu Santo).
Segundo, la vida común o la comunión fraterna, que es la expresión más visible de la unidad entre los cristianos. La fraternidad cristiana se manifiesta necesariamente en la preocupación por las necesidades de los demás: “Tenían todo en común, y quien tenía propiedades y bienes los vendía para distribuirlos a los necesitados (cf Hch 2,44-45). El Papa lo traduce para nosotros en presente: “Nadie en la comunidad cristiana debe pasar hambre, nadie debe ser pobre: es una obligación fundamental”. Por eso habría que preguntarse: ¿demostramos ante Dios, ante nosotros mismos y el mundo, una preocupación “contante y sonante” (que se vea y se toque) por los más necesitados?, ¿o pensamos que esto es cosa de otros, o que el Estado-providencia se ocupará de ello?
Tercero, la “fracción del pan”, otro nombre de la Eucaristía, como actualización de la entrega total de Cristo en la Cruz. La Eucaristía es lo que más nos une en la Iglesia, al hacernos vivir de Cristo. Pero hasta que no estemos unidos –lamenta Benedicto XVI– no podremos celebrar juntos la Eucaristía. Esto nos duele, debe llevarnos a rezar más, a pedir perdón por nuestros pecados y a crecer en la caridad. ¿Lo hacemos así?
Cuarto y último –pero no menos importante–, la oración: “La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña sus vidas cotidianas en obediencia a la voluntad de Dios”, como señala San Pablo. La oración cristiana participa en la oración de Jesús, es una experiencia de nuestra filiación divina y por tanto nos lleva también a abrirnos a la fraternidad y al perdón. La oración es el “medio” al alcance de todos para abrirnos a la unidad, que es don de Dios y no construcción nuestra. ¿Cómo, dónde, cuánto rezamos cada día?
En definitiva, concluía el Papa, “como la primera comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo que ya compartimos, debemos ofrecer un testimonio fuerte, fundado espiritualmente y apoyado por la razón, del único Dios que se ha revelado y que nos habla en Cristo, para ser portadores de un mensaje que oriente e ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de referencia claros y válidos”.
Estos cuatro pilares (la fe, la caridad, la vida sacramental y la oración) son la base necesaria para avanzar en la unidad de los cristianos. Se corresponden con las dimensiones esenciales de la Iglesia: Palabra, sacramentos y caridad; es decir, las formas en que Cristo se encuentra con las personas y a través del Espíritu Santo las incorpora plenamente a la salvación.
Sobre esa base cada uno podrá colaborar con otros cristianos (u otros creyentes o, en general, personas de buena voluntad), según las condiciones y circunstancias de su vida diaria, en muy distintos ámbitos (formativo, interreligioso, social, cultural y ético, etc.) . Lo importante, hoy y ahora, es plantearse: ¿cómo cimentar bien mi vida, convirtiéndome continuamente sobre estos pilares de la unidad, para colaborar –con mi familia o mis amigos, en el ámbito de mis tareas y relaciones profesionales y socioculturales– en la credibilidad y extensión del Evangelio?
(versión ampliada del original, publicado en www.analisisdigital.com, 24-I-11)
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