domingo, 2 de enero de 2011

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La aventura de la propia historia

Los guionistas y publicistas saben valorar una buena historia. Pero hay mucha gente que no encuentra el sentido de su propia historia. El sentido y la historia dependen sobre todo del final. Y es difícil, o imposible, vivir sin sentido, sin saber hacia dónde se va y por tanto qué hacer y cómo.
El resultado de un partido de fútbol es lo que acaba de dar sentido pleno al juego. Ciertamente, también importa cómo se desarrolla el juego, porque la participación tiene su emoción y su belleza; pero de tal modo que sea posible ganar. Cada jugada debería ir dirigida a esa meta. 

Una pequeña luz en un cuarto oscuro
  En la película “Diarios de la calle” (Freedom writers, R. LaGravenese, 2007) se ve que especialmente los jóvenes aspiran a protagonizar su propia historia y poder contarla a los demás.



            Erin Gruwell, profesora de un instituto en Long Beach (California), consigue traer ante los alumnos a una mujer austriaca –“Miep” (Hermine) Gies († 2010)– que, durante la II Guerra mundial, había ocultado a Ana Frank en el desván de su casa. Escuchando a Miep, los alumnos (que viven en un ambiente de conflictos interraciales) se quedan estupefactos. Uno de ellos pide la palabra y se pone en pie tímidamente:
            –“Nunca había conocido a una heroína. Pero usted es mi heroína”.
            Y ella le responde:
            – “Ah, no, no, no: yo no soy una heroína, no. Hice lo que tenía que hacer, porque era lo que había que hacer, nada más.  Todos somos gente corriente. Pero incluso una secretaria corriente o una ama de casa, o un adolescente, puede, con su granito de arena, encender una pequeña luz en un cuarto oscuro, ¿no?”
Para un cristiano la meta final es el cielo, la comunión definitiva en el amor. Y ahí cada uno debería de poder “contar su historia”. El libro del Apocalipsis dice que a los bienaventurados (los salvados), sus hechos “les siguen”, quedan escritos como en un libro. Es una forma de expresar que la historia de cada uno no está escrita de antemano. Cada cual la escribe con su libertad.
           Quien tiene proyectos, esperanzas, metas o ideales, proyectos pequeños o grandes, trabaja y se esfuerza por ellos. Pero ese esfuerzo –señala Benedicto XVI en el número 35 de su encíclica sobre la esperanza, Spe salvi– puede desembocar fácilmente en cansancio o en fanatismo. En efecto, las frustraciones van minando la voluntad y los fracasos amenazan con vencerla definitivamente, a menos que se sobreponga en una autoafirmación forzada: el fanatismo, que el diccionario define como ceguera irracional producida por la pasión. Pero esto produce a su vez más cansancio, y así se entra en un círculo destructivo. Por tanto la voluntad necesita la luz de la inteligencia, si ésta sabe adónde dirigirse. A veces lo descubre a la mitad del camino, como ocurrió a la actriz italiana Claudia Koll, que lo hizo implicándose primero en actividades de voluntariado y beneficencia, y luego mediante “un viaje al interior” de sí misma. Y concluye: “Cuando se es auténtico en la búsqueda de sí mismo, necesariamente se busca también a Dios” (Zenit, 19.2.09).
           La luz más segura es también la esperanza más grande, es decir, Dios y su amor. “aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica” (Spe salvi). 

Ni cansancio ni fanatismo

Con otras palabras, esa “esperanza grande” es necesaria ante la experiencia de los límites de nuestros esfuerzos. Individualmente podemos poco y necesitamos de la ayuda de los demás: la familia, la sociedad. De ahí que siempre acechan esas dos tentaciones. Por una parte el cansancio, es decir, la tentación de conformarse con lo que a cada uno le parece “posible” hacer, con sus propios recursos o los que puede allegar. Pero los recursos son los que son: cada uno tiene una perspectiva parcial y se mueve en un espacio concreto, dispone de un tiempo limitado y una capacidad de trabajar pasajera. Por otra parte está la tentación del fanatismo, el imponerse a los demás “para que las cosas cambien”. Pero esto violenta y destruye a las personas.
Pues bien, la fe cristiana tiene la solución para superar esos dos obstáculos y tentaciones. Dios da la luz a quien la busca. Y esa luz es la fe, que es también fuerza e impulso –esperanza– para vivir amando. “Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar”. Cabría resumir: el que ama con la luz de Dios vence el cansancio y se sitúa en el polo opuesto al fanático.
           Así que no bastan las fuerzas humanas.  “El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza”. Y todo don, especialmente el amor, es inmerecido. El reino de Dios, es decir, ese ámbito de la verdad y del amor que puede comenzar ya en esta tierra y se abre plenamente en el cielo, es sobre todo obra de Dios.


Vale la pena el esfuerzo: la esperanza y el trabajo 


           ¿Cuál es, entonces, el papel de la obra humana, del trabajo? Nuestro obrar –responde el Papa– no es indiferente ante Dios ni es indiferente para la historia. ¿Pero qué hacer y cómo, vistos nuestros límites? Teniendo en cuenta los párrafos anteriores, la respuesta es clara: podemos y debemos actuar dejándonos iluminar por la fe para llenarnos de la verdad del amor, que da sentido a lo más grande y a lo más pequeño; y de esa forma, el trabajo mismo puede acrecentar la esperanza­ que lleva a vivir con plenitud. Brevemente: “Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien”. Y añade la encíclica Spe salvi con referencia a San Pablo: “Esto es lo que han hecho los santos que, como ‘colaboradores de Dios’, han contribuido a la salvación del mundo”. 
           Así podemos aspirar también a una auténtica ecología humana que lleve a cuidar de la tierra con justicia. De esta manera la acción humana, el esfuerzo por sacar adelante nuestra vida y la de los demás, tendrá sentido, incluso a pesar del aparente fracaso o impotencia. Esto dice el Papa, buen conocedor de que los santos lo fueron también por su acción y su trabajo, que era fruto de su unión con Cristo en la oración y en la Eucaristía. Y cada día se examinaban brevemente, para comprobar si era el amor el verdadero móvil de su obrar. 
En resumen: entre trabajo y esperanza hay una influencia mutua: “Por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios”.
Hace años Joseph Ratzinger recogía una comparación que pone San Buenaventura en relación con la esperanza. Esperar es volar y la esperanza exige de nosotros un esfuerzo radical, para que todos nuestros miembros se conviertan en movimiento, para elevarnos sobre la fuerza de la gravedad de la tierra, y alcanzar así la verdadera altura de nuestro ser, de acuerdo con las promesas de Dios. Quien espera –dice el doctor franciscano– “debe levantar la cabeza, girando hacia lo alto sus propios pensamientos, hacia la altura de nuestra existencia, es decir hacia Dios. Debe alzar sus ojos para percibir todas las dimensiones de la realidad. Debe alzar su corazón disponiendo su sentimiento por el sumo amor y por todos sus reflejos en este mundo. Debe también mover sus manos en el trabajo…” (Sermón XVI, citado por J. Ratzinger, Über die Offnung, en “Internat. Kath. Zeitschift”, 1984).
Para descubrir y recorrer la aventura de la propia vida, a los cristianos de nuestro tiempo les aconsejaba San Josemaría Escrivá: “Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana” (Amigos de Dios, 211).


(Versión ampliada de un texto que se publicó en www.cope.es, el 23-II-2009, y se recogió en el libro 
“Al hilo de un pontificado: el gran ‘sí’ de Dios”, ed. Eunsa, 2010)


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