viernes, 28 de marzo de 2014

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Carácter personal de la educación



Hace años solía contar en un colegio la historia de unos niños que vivían en una casa con un patio grande, y que no sabían casi nada de su familia ni del mundo. Solamente, que al salir o al entrar del patio donde jugaban, debían pasar a saludar a un personaje que moraba en una de las estancias. Era una gran lengua que ocupaba toda la habitación, y que siempre estaba ondeando sus enormes papilas, diciendo: “me gusta, no me gusta”.

Se escribe que actualmente muchos jóvenes –algunos les llaman la generación “selfie”–­ se mueven solo por las emociones, cosa que otros aprovechan; que han reducido los pronombres y los tiempos verbales al “yo y nosotros” (entiéndase yo y mi grupo); que, de los tiempos, solamente les queda un presente sin historia; y que sus educadores evitan preguntas molestas como ¿por qué?, o ¿cómo podemos cambiarlo?

Si esto es así podría verse como un indicador más de la actual emergencia educativa. Para orientarse en esta situación, podría servir el capítulo que, en sus lecciones de Ética en la universidad de Múnich (BAC, Madrid 1999), Romano Guardini dedica a la ética de la educación, como tarea valiosa y creativa al servicio de la vida plena de las personas. 

            Parte de la necesidad que tenemos de los demás. A continuación profundiza sobre el carácter personal de la educación.


Todos necesitamos de los demás

            “El hecho de la educación se funda en que el ser humano viene a la vida en situación de desamparo, y por tanto está referido a otro” (p. 688). El ser humano está desde el principio necesitado de los demás; y esto dura mucho tiempo, por no decir que no termina nunca. Debido a las grandes posibilidades del perfeccionamiento personal, a la apertura universal del espíritu humano y a su capacidad para enseñar a otros mientras aprende él mismo, la educación no tiene unos límites definibles a priori. Por otra parte el proceso educativo tiene muchas dimensiones. Para comenzar Guardini señala tres: la educación es un proceso de dentro afuera; también desde fuera al interior; y debe preparar para el encuentro.

a) En primer lugar la tarea educativa consiste en ayudar al desarrollo de disposiciones que están ya dadas; es decir, ayudar a que la persona evolucione a partir de lo que es potencialmente desde el principio, tanto desde el punto de vista físico como en sus capacidades anímico-espirituales. “Tarea del educador es potenciar este impulso interior incentivándole, dirigiéndole, rectificándole” (p. 689). Esto sí tiene claros límites, según las capacidades y el modo de ser de cada uno (más o menos hábiles, sensibles, etc.). Esto debe tenerse en cuenta para ayudar a que la persona se sitúe en la sociedad. 

            b) Esto nos lleva a percibir que la educación no solo consiste en ayudar un proceso que va de dentro afuera sino también al revés; o, mejor dicho, la educación es también ayuda para que la persona se inserte, se sitúe ordenadamente en su entorno: en la familia, la escuela, el marco social. Todos –el niño, el joven, pero también la persona madura y el anciano– hemos de aprender a interactuar con el mundo, y necesitamos ayuda para ello, sabiendo conjugar la autoafirmación con el respeto y la colaboración con el otro. 

            c) Un tercer momento del proceso educativo es el que nos relaciona con los demás seres humanos en el marco de los nuevos acontecimientos y de las cosas que nos salen al paso con el tiempo. Educar para el encuentro es ayudar a reaccionar adecuadamente, esto es, preparar a las personas para asimilar o rechazar lo que realmente conviene, aquello que no tienen previsto y que plantea siempre de nuevo la relación entre lo permanente y lo que puede o debe cambiar o al menos renovarse, entre la tradición o el orden y el progreso o la creatividad. Unos tienen más facilidad, flexibilidad y sensibilidad para las nuevas experiencias –diríamos “tener cintura”–, aunque todos necesitamos valorar los riesgos para tomar las decisiones apropiadas. Educar es ayudar también a esto, y reconoce Guardini, que esta tarea “raramente se cumple bien” (p. 693).


Apertura, libertad, irrepetibilidad

Dando un paso más, el ilustre pensador profundiza en algunos elementos de la educación que dependen del ser personal: la apertura al mundo, la libertad, la condición única e irrepetible de la persona.

a) Primero, la apertura al mundo. Al contrario que los animales, que se sitúan en un entorno concreto, el ser humano “está referido al mundo como un todo” (Ib.): aunque su vida tenga un marco concreto, tiene una gran potencialidad para abrir su horizonte en todos los sentidos, gracias sobre todo a su conocimiento espiritual, que tiende a lo universal. Esto se ve también en la capacidad de nuestra fantasía. 

Aquí cabría evocar la frase de Sófocles referida al hombre: panta poros aporon (con capacidad para abrirse a todas las cosas, pero también cerrarse). Tanto la sabiduría clásica –añade Guardini– como la religión entienden que el hombre no se satisface plenamente ni siquiera en el mundo porque está referido a Dios, existe desde Dios y hacia Dios. También podría recordarse la célebre expresión de san Agustín; "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti" (Confesiones, 1, 1, 1). El educador, señala el profesor italo-alemán, debe enseñar a compaginar la gran amplitud del horizonte humano con esa inquietud o indeterminación propia del aventurero que puede perder la dirección. Y esto en el ser humano sucede hasta el final de la vida. 

b) Otra diferencia con los animales, que afecta a la educación humana, es el hecho de que la persona no vive siguiendo sin más sus impulsos, sino que puede incluso fomentar choques entre ellos; y, sobre todo, el espíritu humano es libre, puede desligarse en gran medida de las necesidades biológicas. Y esto hace que en el ser humano los instintos tienen un carácter ético: hay cosas que el instinto me puede reclamar, pero que no son buenas –por ejemplo, el consumo de droga, porque destruye el organismo–, y cosas que son buenas, pero que el instinto puede rechazar –por ejemplo,  madrugar para llegar al trabajo– ; y por eso los instintos son objeto de educación, pues la persona necesita distinguir el bien del mal.

c) En último término, subraya Guardini, hemos de fijarnos en qué significa, para la educación, que el ser humano es “persona”, tanto el educador como el educando. Ser persona significa ser dueño de la propia acción, significa vivir una sola vez y ser irrepetible, no reemplazable ni eliminable, ser único. (También aquí, entiende nuestro autor, “probablemente, eso solo puede ser afirmado si se cree en Dios, pues la unicidad del ser humano descansa en el hecho de que ha sido llamado por Dios, por él honorado, y por él convertido en responsable”, p. 698).  El educador –que ha de distinguirse de un criador o de un amaestrador –debe mantener siempre viva esa conciencia: “esa persona es única en su relación conmigo”. 

¿Fomentamos los educadores ese ser personal de cada uno? ¿Les ayudamos a crecer situados en el entorno familiar y con sensibilidad social? ¿Enseñamos, primero con nuestra coherencia, a conjugar la racionalidad con la experiencia y el diálogo?

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