En su discurso de inauguración en el sínodo sobre los jóvenes, Francisco ha citado estas palabras del Concilio Vaticano II: «Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et spes, 31).
Hace dos semanas les decía a los jóvenes lituanos: “Somos cristianos y queremos lograr la santidad. Apostad por la santidad desde el encuentro y la comunión con los demás, atentos a sus necesidades” (Discurso en Vilna, 22-IX-2018).
Carlos María Galli ha expresado bien el “lugar” de la ciudad en la evangelización (cf. Dios en la ciudad, Barcelona 2014, cap. I). El hombre es un ser llamado a convivir con otras personas para alcanzar su vida plena en comunión con los otros. Por eso es un ser para la “polis”, la ciudad.
El cristianismo nació y vivió durante muchos siglos sobre todo en las ciudades y en las casas de familia de aquellos “ciudadanos” que, sin dejar de serlo, se iban convirtiendo, al mismo tiempo, en “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef. 2, 19).
Ciudad de Dios en la ciudad de los hombres
En las ciudades surgieron las catedrales, obras de varias generaciones, como símbolos de la fe que se plasma en la cultura. Son símbolos de ese “templo” grande y profundo que es el Misterio de la Iglesia. Dios lo va edificando en la historia, con nuestra colaboración. Es un templo que se abre a la eternidad, en la nueva Jerusalén, ciudad y esposa (cf. Ap. cap. 21), Reino de Dios consumado y definitivo.
Así es. De la civitas se origina la civilitas, la civilización. Los cristianos estamos llamados a secundar la gracia divina, que es la que principalmente va construyendo la ciudad de Dios. No solo en el Cielo, sino también en la ciudad de los hombres, con tal de que esa ciudad –nuestro mundo, nuestra historia, nuestra sociedad– avance hacia la meta de una civilización del amor.
La pretensión de construir una ciudad de los hombres al margen de Dios está representada en la Biblia por el episodio de Babel (cf. Gn. 11, 1-9). Tal vez lo recordaba san Agustín cuando escribió: "Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio a Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de si mismo, la ciudad del cielo. La una se glorifica a sí misma, la otra se glorifica en el Señor” (De civitate Dei, XIV, 28). Quizá también Saint-Éxupéry cuando señala: "Ciudadela, yo te construiré en el corazón de los hombres" (Ciudadela, II).
Por contraposición a Babel, la garantía para construir la ciudad Dios en la ciudad de los hombres “con Dios y al modo de Dios” es el acontecimiento de Pentecostés. Nosotros nos situamos entre Babel y Pentecostés, observó en una ocasión Benedicto XVI. "Donde los hombres quieren hacerse Dios, solamente pueden ponerse uno contra el otro. En cambio donde se situán en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que les sostiene y les une". En Pentecostés viene el Espíritu Santo que nos aporta un corazón nuevo y una comunicación nueva (cf. Homilía, 27-V-2012).
Se ha dicho que la ciudad –la ciudad moderna– es el “lugar” donde el hombre actual percibe su propia modernidad (P. Ricoeur). En efecto, cabría observar, con sus ventajas e inconvenientes en cada uno de los procesos que la modernidad conlleva: urbanización y racionalización, democratización y secularización…, humanización y deshumanización.
Cristianos corrientes en la ciudad
La ciudad puede verse como un símbolo de la sociedad civil que los fieles laicos deben llevar a Dios, porque ahí es donde pueden descubrir su vocación y misión, en la casa familiar, en la ciudad, en el mundo donde se desarrollan las actividades y tareas ordinarias: “Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento” (cf. Lumen gentium 31).
Por todo ello, efectivamente, hay un vínculo esencial entre ciudadanía y la “índole secular”, propia de los fieles laicos. Lo ve bien Galli y lo señala en el Documento de Aparecida: “La construcción de ciudadanía, en el sentido más amplio, y la construcción de eclesialidad en los laicos, es uno solo y único movimiento” (n. 215). Ellos son y constribuyen a edificar el misterio de la Iglesia en medio del mundo, en medio de la ciudad.
Es cierto. La índole –naturaleza o característica– secular de los cristianos corrientes expresa su modo de vivir el Evangelio y por tanto de “mirar” el mundo desde “la entraña del mundo”. Este modo de “vivir” el mundo desde la fe cristiana y, a la vez, desde una ciudadanía caracterizada por la naturalidad de la vida ordinaria, se alimenta de oración y desemboca en afán evangelizador y en preocupación por las necesidades materiales y espirituales de todos.
Ya lo veía san Josemaría –a quien Juan Pablo II llamó “el santo de lo ordinario”, con ocasión de la canonización en 2002– cuando, al principio de los años treinta, en Camino, se hacía eco de lo que alguien le había confiado:
“(…) En la calle, entre los afanes de cada día, en medio del barullo y alboroto de la ciudad, o en la quietud laboriosa de tu trabajo profesional, te sorprendes orando...” (n. 110).
Y más adelante, en el mismo libro:
“¿Te acuerdas? –Hacíamos tú y yo nuestra oración, cuando caía la tarde. Cerca se escuchaba el rumor del agua. –Y, en la quietud de la ciudad castellana, oíamos también voces distintas que hablaban en cien lenguas, gritándonos angustiosamente que aún no conocen a Cristo.
Besaste el Crucifijo, sin recatarte, y le pediste ser apóstol de apóstoles” (Ibid., n. 811)
Desde entonces, la referencia a la ciudad y a la ciudadanía reaparecen con frecuencia en la predicación y en los escritos de san Josemaría.
Por ejemplo, en un libro póstumo, Surco, dedica un capítulo, con más de treinta puntos, a la “ciudadanía” (nn. 290-322). Así dice en tres de esos puntos:
– “Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social” (n. 302)
– “Con tu conducta de ciudadano cristiano, muestra a la gente la diferencia que hay entre vivir tristes y vivir alegres; entre sentirse tímidos y sentirse audaces; entre actuar con cautela, con doblez... ¡con hipocresía!, y actuar como hombres sencillos y de una pieza. –En una palabra, entre ser mundanos y ser hijos de Dios” (n. 306).
– “Qué triste cosa es tener una mentalidad cesarista, y no comprender la libertad de los demás ciudadanos, en las cosas que Dios ha dejado al juicio de los hombres” (n. 313)
Oración y evangelización, coherencia y amor a la libertad, en medio de la vida moderna. Todo ello pertenece al núcleo del mensaje de san Josemaría.
Santidad y evangelización en la ciudad de lo ordinario
El Papa Francisco ha reflexionado, a partir de su contemplación de la ciudad celeste, sobre los desafíos de la evangelización en medio de las culturas urbanas. Y propone una mirada contemplativa –fruto de la oración y de la vida sacramental–, para descubrir que Dios está presente en la ciudad. Vale la pena transcribir estos dos párrafos de su exhortación Evangelii gaudium, porque señalan una condición indispensable para educar la fe cristiana, precisamente en el horizonte de la solidaridad “de” y “con” Cristo, descubierto en la vida ordinaria de la ciudad:
“La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap. 21, 2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa” (Evangelii gaudium, n. 71).
Prosigue Francisco subrayando el marco a la vez antropológico y teológico de su reflexión:
“En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn 4,7-26)” (Ibid. n. 72).
La conclusión es clara: acompañemos a los jóvenes en ese descubrimiento de Dios en la “ciudad” de la vida ordinaria: en su existencia cotidiana, en medio de sus estudios y trabajos, de sus relaciones familiares y de sus amistades, de sus alegrías y de sus problemas. Esa es la mejor garantía para que todos podamos aspirar a la santidad y colaborar con la evangelización, desde el encuentro y la atención a las necesidades de quienes nos rodean.
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