lunes, 8 de mayo de 2023

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Para una teología del amor

Una buena reflexión sobre la teología del amor es la que realiza, en su tercer sermón de cuaresma (17-III-2023), el padre Rainiero Cantalamessa, predicador de la Casa pontificia y experto en teología de los Padres de la Iglesia. Expone un interesante argumento sobre la necesidad de un mayor desarrollo teológico que ponga en el centro el amor como obra principal del Espíritu Santo. Para ello la teología puede inspirarse en los Padres de la Iglesia, que supieron, en muchas ocasiones, ser profundos a la vez que ser entendidos, incluso por los pequeños y sencillos.

Se trata de una necesidad sentida al menos desde hace un siglo por la teología cristiana. Y muy pertinenente para el momento actual de nueva evangelización en un cambio de época, en la que somos más conscientes de la importancia de la inculturación de la fe.

También de esta manera, entiende él, “la teología (…) puede contribuir a presentar de manera significativa el mensaje evangélico al hombre de hoy y a dar nueva vida a nuestra fe y a nuestra vida de oración”.

(Señalaremos aquí lo que nos parece ser el hilo fundamental de su exposición, para entrar en diálogo con su planteamiento. Y para agilizar la lectura, omitimos las notas del autor, que pueden encontrarse en el original tal como está en su web).

Dios te ama”, dice Cantalamessa que debería ser el anuncio más bello e importante que hemos de hacer llegar a nuestros contemporáneos : “Esta certeza debe socavar y sustituir la que siempre hemos llevado dentro de nosotros: ‘¡Dios te juzga! La afirmación solemne de Juan: ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 8) debe acompañar, como nota de fondo, todo anuncio cristiano, aun cuando deba recordar, como lo hace el Evangelio, las exigencias prácticas de este amor”.

Y continúa diciendo: “Cuando invocamos al Espíritu Santo, también en relación con la sinodalidad, solemos considerarlo sobre todo como luz (que ilumina las situciones para sugerirnos soluciones adecuadas), pero no tanto como amor”. Pero este obrar del amor es para la Iglesia la primera y esencial operación que la Iglesia necesita. Porque “solo la caridad construye; el conocimiento, incluso el conocimiento teológico y eclesiástico, a menudo solo infla y divide” [cf 1 Co 8,1]. [Lógicamente esto no se opone al conocimiento; sólo se opone al conocimiento que no vaya unido al amor].

Prosigue el predicador preguntándose por qué estamos tan ansiosos por saber (hoy incluso emocionados ante la perspectiva de la inteligencia artificial) y tan poco preocupados por amar. La respuesta es simple: “¡el conocimiento se traduce en poder; el amor, en servicio!”

Y sin embargo, un teólogo de la talla de Henri De Lubac escribe : “El mundo necesita saberlo: la revelación de Dios como Amor trastorna todo lo que había concebido de la divinidad” (Histoire et Esprit, Paris 1950)

Cabe aquí un primer paréntesis para apuntar que, en efecto, el amor no ha ocupado del todo hasta ahora el lugar que le corresponde –en el centro– en la teología católica y en cada una de sus disciplinas, y no solamente en la Teología moral, la espiritual y la pastoral. Esto lo puso de relieve la primera encíclica de Benedicto XVI, Dios es amor (2005). Porque el amor no sólo unifica la vida cristiana y la misión de la Iglesia sino también la teología misma.

En esta predicación Cantalamessa se propone mostrar cómo “a partir de la revelación de Dios como amor, se iluminan con nueva luz los principales misterios de nuestra fe: la Trinidad, la Encarnación y la Pasión de Cristo, y se hace menos difícil hacerlos comprender al pueblo de Dios”. (Menos desarrollada está aquí la relación del tema con la vida cristiana y con la Iglesia).

La Trinidad a la luz del amor


Con referencia a la Trinidad, algunos preguntan a los cristianos: “¿Por qué decís que sois monoteístas, si no creéis en un solo Dios?”. Cantalamessa adelanta la respuesta que aconseja dar: “Creemos en un Dios trino porque creemos que Dios es amor. Todo amor es amor de alguien, o de algo; no hay amor vacío, sin objeto, así como no hay conocimiento que no sea conocimiento de alguien o de algo”.

Entonces la cuestión es: ¿a quién ama Dios para llamarse amor? No cabe decir: al universo o al hombre, porque Dios ha existido desde mucho antes que la creación. ¿Y qué pasaba antes? Los griegos (Aristóteles) concebían a Dios como un pensamiento que se piensa a sí mismo. Pero esto no vale para el amor, porque quien solo se ama a sí mismo no es más que un egoísta o un narcisista. Y sin embargo el concilio de Nicea (a. 325) definió dogmáticamente que Dios es amor. Lo que significa que “Dios –explica Cantalamessa– siempre ha sido amor, ab aeterno, porque aun antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía la Palabra en sí mismo, ‘el Hijo unigénito’ a quien amaba con un amor infinito que es el Espíritu Santo”.

Aunque esto –prosigue– no explica cómo la unidad puede ser al mismo tiempo trinidad, sí nos ayuda a comprender cómo en Dios la unidad debe ser también comunión y pluralidad: “Dios es amor: ¡por esto es Trinidad! Un Dios que fuera conocimiento puro o ley pura, o poder absoluto, ciertamente no necesitaría ser trino. Esto en realidad complicaría las cosas. ¡Ningún ‘triunvirato’ y ninguna ‘diarquía’ ha durado mucho en la historia!”

No se trata, observa, de una unidad matemática o numérica, sino de amor y de comunión. “Dios es un ‘acto puro’ y este acto es un acto de amor, del que emergen – simultáneamente y ab aeterno – un amante, un amado y el amor que los une”.

Por eso, señala: “El misterio de los misterios no es, pensándolo bien, la Trinidad, sino comprender lo que es realmente el amor. Dado que es la esencia misma de Dios, no se nos dará a entender completamente lo que es el amor ni siquiera en la vida eterna. Sin embargo, algo mejor se nos dará que conocerlo, es decir, poseerlo y estar satisfechos con él eternamente. ¡No puedes abrazar el océano, pero puedes entrar en él!”


La Encarnación a la luz del amor

¿Por qué la encarnación? Pasemos al otro gran misterio que los cristianos creemos y proclamamos ante el mundo: la Encarnación del Verbo: el Hijo de Dios que se hace carne, que se hace hombre. También aquí se revela una nueva dimensión vista a la luz de Dios amor.

En la Edad media, san Anselmo († 1109) respondió que el Hijo de Dios se hizo carne porque sólo alguien que fuera al mismo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar.

Esta respuesta –considera Cantalamessa– es válida, pero no es la única ni es del todo satisfactoria. Ciertamente, en el credo profesamos que el Hijo de Dios se hizo carne “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”. Pero nuestra salvación no se reduce a la remisión de los pecados (y, cabría añadir, la la situación de la humanidad pecadora ante Dios no se explica plenamente recurriendo a la “deuda” con Dios: esto, aun siendo válido, es una analogía que no se debe tomar en sentido absoluto y tiene el problema de dar pie a una interpretación legalista de la justificación, como veremos más adelante).

Duns Escoto († 1308) sostuvo que Dios se hizo hombre porque en el eterno designio divino de salvación todo ha sido creado por Cristo y para Él (cf. Col, 1, 6), por lo que en Cristo todo encuentra su plenitud. Por eso el Hijo de Dios se habría encarnado aunque nadie hubiera pecado.

En sus reflexiones sobre la naturaleza divina, Escoto entiende que primero Dios se ama a sí mismo y luego ha querido ser amado por nosotros en unión con su Hijo, que le da un amor digno de Dios. Observa Cantalamessa que, si bien se incorpora aquí el importante argumento del amor, todavía en Escoto late la idea de Aristóteles sobre Dios: un motor inmóvil que puede ser amado (ser objeto de amor) pero no puede amar (ser sujeto de amor). Sin embargo, según la visión cristiana (como dice Dante) Dios mueve el cielo y las estrellas porque es amor.

Cabe pensar, en la perspectiva cristiana y con palabras de Cantalamessa, que “Dios Padre decide la encarnación del Verbo no porque quiere tener fuera de sí a alguien que lo ame con un amor digno de sí mismo, sino porque quiere tener fuera de sí mismo alguien a quien amar con un amor digno de sí mismo. Que “Dios es amor” se afirma en el Nuevo Testamento (1 Jn 4, 8: "Dios es amor"), como consecuencia de los Evangelios. Tanto en el Bautismo del Señor como en su transfiguración, Dios Padre dice: “Este es mi Hijo, el amado” (Mc 1, 11; 9,7); no dice: “Mi Hijo el amante”.

Cantalamessa subraya “la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él, que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une”. Y en todo lo que existe “sólo el Padre, en la Trinidad (¡y en todo el universo!), no necesita ser amado para existir; solo necesita amar”.

(Aquí cabría observar, por nuestra parte que, de todas formas, el “trinomio” de san Agustín es también una analogía, porque de hecho Dios Padre existe eternamente amando y siendo amado por su Hijo; y además la idea de “necesitar amar” no expresa bien su realidad, porque Dios no necesita nada. Con todo, la teología entiende que el Padre es ontológicamente el origen en la Trinidad).

Entiende Cantalamessa: “Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas”.

En perspectiva ecuménica, señala que así como la tradición griega, y la ortodoxa en general, han sido más sensibles que la tradición occidental a la explicación de Dios partiendo de las personas divinas (al contrario que la tradición occidental que parte de la naturaleza única de Dios), la explicación latina de la Trinidad, desde el trinomio amante-amado-amor, expresa mejor la novedad que los latinos podemos aportar para una síntesis ecuménica.


La pasión de Jesús a la luz del amor

Si a continuación nos preguntamos cómo ilumina la perspectiva del amor el misterio de la pasión del Señor, Cantalamessa sostiene que “no fuimos salvados por el dolor de Cristo, sino por su amor”. “Más precisamente, por el amor que se expresa en el sacrificio de sí mismo”. (En efecto, cabe evocar aquí las palabras de San Ignacio de Antioquía († entre 108 y 110), en su carta a los romanos, capítulo VII al contemplar el Crucificado: amor meus crufixus est: mi amor está crucificado).

A Pedro Abelardo (+1142) a quien, ya en su tiempo, le repugnaba la idea de un Dios (Padre) que se “complace” con la muerte de su Hijo, san Bernardo (+1153) le respondió: “No fue su muerte lo que le agradó, sino su voluntad de morir espontáneamente para nosotros”.

Según Cantalamessa, “el dolor de Cristo conserva todo su valor y la Iglesia nunca dejará de meditar en él: no, sin embargo, como causa de salvación en sí mismo, sino como signo y medida de amor”. Así lo dice san Pablo: “Dios demuestra su amor hacia nosotros en el hecho de que, mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rm 5, 8). Resume Cantalamessa: “La muerte es el signo, el amor el significado”. Y aduce la clave que da el Evangelio de San Juan al comienzo del relato de la pasión:: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

A juicio de Cantalamessa, “esto quita a la pasión de Cristo una connotación que siempre nos ha dejado perplejos e insatisfechos: la idea de un precio y un rescate a pagar a Dios (¡o peor, al diablo!), de un sacrificio con que apaciguar la ira divina”. Y argumenta: “En realidad, es más bien Dios quien hizo el gran sacrificio de darnos a su Hijo, de no “ahorrárselo”, como Abraham hizo el sacrificio de no ahorrarse a su hijo Isaac” (Gn 22,16; Rm 8,32).

En conclusión, “¡Dios es más el sujeto que el destinatario del sacrificio de la cruz!” 

(De ahí cabría deducir, en efecto, que el protagonista eficiente del verdadero sacrificio –sacrum facere, hacer algo sagrado, es decir reservado para Dios– no es principalmente el hombre, sino Dios mismo. Nuestros sacrificios, también en el cumplimiento de los deberes ordinarios de la vida, tienen sentido porque los hacemos colaborando, a través de nuestra unión en Cristo, con esa eficiencia divina -–creadora, redentora y santificadora-– de la Trinidad. Véase a este propósito  Benedicto XVI, “La fe no es una idea, sino la vida", en el cap. 4 de su libro póstumo Qué es el cristianismo, Milán 2023, recien traducido al castellano; recoge una entrevista que le hicieron siendo ya Papa emérito y que se publicó por vez primera en 2016).


La vida cristiana (y la Iglesia) a la luz del amor

Finalmente, se pregunta Cantalamessa qué cambia en nuestra vida a la luz del amor de Dios, manifestado en la Trinidad, en la encarnación y en la pasión de Cristo. Y se encuentra con una sorpresa: “La sorpresa es descubrir que, gracias a nuestra incorporación a Cristo también nosotros podemos amar a Dios con un amor infinito, digno de él”. Así es, y esto indica también la dimensión eclesial o eclesiológica del amor cristiano que muy frecuentemente queda en la sombra de las explicaciones.

La clave aquí es el Espíritu Santo, como escribe san Pablo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones [con el Espíritu Santo que se nos ha dado]” (Rm 5, 5).

Observa Cantalamessa: “El amor que ha sido derramado en nosotros es el mismo con el que el Padre ha amado siempre al Hijo, ¡no un amor diferente! Ya lo dice Jesús mismo: “Yo en ellos y tú en mí -dice Jesús al Padre- para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,23.26). Se trata –explica el predicador– de un desbordamiento del amor divino de la Trinidad hacia nosotros. Dios comunica al alma –escribe san Juan de la Cruz– “el mismo amor que comunica al Hijo, aunque esto no se dé por naturaleza, como en el caso del Hijo, sino por unión”. 

En efecto: por la unión que el Espíritu Santo nos consigue en torno a Cristo desde nuestro bautismo, pues no otra cosa es la Iglesia: unión de amor y de conocimiento, con las personas divinas y entre las personas humanas, que vivimos (debemos vivir) entre los cristianos y proponemos como semilla de unión universal.

Muchos aspectos que subraya el magisterio del Papa Francisco tienen que ver con esto, como por ejemplo:

- el amor como último sentido de la vida (los robots solo responden combinando datos, pero no tienen respuestas sobre el sentido, porque no son personas);

- la educación para la fraternidad y la paz (el "pacto educativo global") y la fraternidad entre todos, como una elipse con dos focos que se reclaman mutuamente: la persona y la sociedad;

- una educación "transcendente", que ayude a transcenderse (salir de uno mismo) hacia los demás y hacia Dios;

- el "camino de la belleza" en la evangelización (que tiene mucho que ver con el camino de un amor inteligente y de una inteligencia amorosa);

- el discernimiento a todos los niveles (espiritual, eclesial o pastoral, vocacional, etc.), que lleva a responder con generosidad ante las necesidades de quienes nos rodean;

- la actitud positiva ante las personas y el resto del mundo creado, la escucha y el asombro; la contemplación que es una mirada agradecida de amor ante todo lo recibido, y que conduce no a destruirlo sino a mejorarlo;

- la inquietud por ampliar la razón y la ciencia al servicio de todos.


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