sábado, 20 de julio de 2013

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La vida humana como don

La vida no es un añadido a la existencia humana, sino el ser mismo de cada persona. Como la persona no es instrumentalizable, no se debe manipular ni suprimir para producir otra cosa. La fe cristiana confirma que nuestra vida es don de Dios que se ha de convertir en don para los demás.

     La vida humana no es un estado mental o de conciencia que permitiría hablar simplemente de un grado superior de vida añadido a la vida animal; sino, como explica Spaemann siguiendo a Aristóteles, el “ser” mismo de los hombres. 


La vida humana no es un añadido al ser humano sino su propio ser

     Normalmente hablamos de la vida humana como un don. Y la encíclica de Juan Pablo II Evangelium vitae (1995) usa repetidamente este lenguaje. Pero –señala Spaemann– no debemos entenderlo como alguien que existe y posteriormente recibe un determinado don; sino que, como acabamos de decir, la vida es el ser mismo de los vivientes. Kant lo explica indicando que no se trata de un “predicado real”, es decir, no es una propiedad añadida a la naturaleza de un individuo, que existiría con independencia de esa propiedad. Si observamos los seres vivos, vemos que no existen como tales ni antes ni después de vivir: su ser es vivir.

     No. La vida humana, observa Spaemann, no es un estado o condición (como el que se predica de un ser que ahora se mueve, ahora piensa o ahora duerme, y siempre gasta más o menos energía), sino más bien el ser mismo de alguien que existe en parte en estados cambiantes y en parte en estados permanentes, en estados que uno “tiene” o que uno “produce”.

     La Evangelium vitae subraya en este contexto la prioridad del “ser” en ambos estados (conjuntamente) sobre el “tener” y el “producir”. Lo precioso de la vida humana no es primeramente una función o cierta “cualidad de vida”, sino que es, antes y sobre todo, lo precioso de la vida humana en sí misma. 


La vida humana no puede ser objeto de producción ni suprimirse por otra cosa


     Con estas premisas –que son razonables y a la vez se confirman por la fe bíblica– el ilustre filósofo alemán sostiene que la vida humana debe ser tratada como un fin en sí mismo; es decir, no puede ser empleada sólo como medio o instrumento para otro fin, no puede ser objeto de producción ni puede suprimirse para lograr otra cosa.

     Así –prosigue– resulta una perversión el hecho de que permitir a un ser humano vivir o no, se haga depender de ciertos estados, por ejemplo, del estado de “ser sin dolor”. Spaemann cita a Kant como el primero que desarrolló este argumento en el contexto de una discusión sobre el suicidio. En el suicidio, el ser humano entiende su vida, es decir, a sí mismo, solamente como medio para un fin, a saber, el fin de experimentar estados placenteros de la mente o evitar estados dolorosos. De modo que quiere terminar con su vida cuando ya no alcanza ese fin; pero al hacer eso, viola el mandamiento ético de tratar a los seres humanaos siempre como un fin en y por sí mismos.

      Por tanto, continúa Spaemann, en las personas todo “tener” ha de servir al “ser”, y no viceversa. Y lo mismo sucede con el “producir”. La vida es la base de toda producción, pero la vida es un don, y tanto la forma o el patrón de su comienzo como también la forma o el patrón de su final terreno se tuercen y perturban si la vida humana se convierte en objeto de producción o en medio para una razón y una actividad meramente instrumentales.

      Y precisamente es esto lo que pasa si las personas ancianas o enfermas son sacrificadas con criterios de eficiencia y sostenibilidad económica, o si la fecundidad del acto generativo es manipulada como sucede cuando los niños son fabricados “in vitro”.


Producir niños "in vitro" o suprimir vidas humanas no está de acuerdo con la dignidad de las personas


      En efecto, la vida humana es entonces el resultado de una técnica instrumental; sin tener en cuenta, además, que actualmente los procedimientos de fecundación in vitro implican necesariamente la muerte de varios embriones. Ciertamente, entiende Spaemann, esos niños así “producidos” reciben su ser de Dios porque incluso si el hombre es capaz de manipular las condiciones físicas del origen de la vida, nunca es el creador de la vida humana. Sin embargo, sigue siendo una injusticia con la persona producida perturbar la forma y el patrón humano del origen de la vida. “Genitum, non factum” (dice el Credo cristiano al hablar de Cristo: fue engendrado, no hecho): esto es también verdad para toda persona, imagen de Dios.

      Y lo mismo pasa con la muerte. El final de la vida terrena forma parte de la forma y patrón de la vida temporal, que no debe manipularse al servicio de cualesquiera intereses (alusión a la eutanasia).

     Puesto que no “tenemos” el don de la vida, sino que “somos” ese don –argumenta Spaemann–, no nos está permitido destruir ese don en lugar de devolverlo a nuestro creador cuando él quiera transformarlo en vida inmortal. La transformación del sufrimiento en un acto propiamente humano es la última forma de la maduración personal, es decir, que lleva a la persona que la sufre y padece a la plenitud de madurez que puede alcanzar. No debemos “hacer” la muerte, así como no debemos hacer la vida.

      Cita Spaemann la Biblia, donde dice Dios: “Yo soy el que mata y el que hace vivir” (Deuteronomio), y este pasaje es central en la encíclica de Juan Pablo II. Cada ser humano recibe su muerte, como recibe su vida, de la mano de Dios.

      Esto es verdad para los que mueren por edad avanzada o enfermedad o consecuencia de un accidente; sin embargo, en el caso de una víctima de asesinato, aunque Dios conocía el momento de su muerte porque nada escapa a su presciencia, el asesino ha usurpado injustamente el lugar de Dios y ha eliminado todas las posibilidades que poseía esa persona y su influencia en el curso de vida que Dios le había concedido: comete a la vez una injusticia hacia Dios, hacia su víctima y hacia los demás hombres. En este sentido, habla Joseph Ratzinger del inmenso tesoro de energías espirituales, culturales, artísticas, etc. de las que se ha visto privada la humanidad como consecuencia de la difusión de las prácticas abortivas en el siglo XX.

      En el Padrenuestro, no pedimos simplemente que se haga la voluntad divina, sino que se haga en la tierra como en el cielo, es decir, por medio de la armonía entre la voluntad humana y la voluntad de Dios. Y esta armonía es lo que le preocupa a la Iglesia. En este sentido, observa el filósofo, la Iglesia se preocupa más de los criminales, que están en peligro de condenación eterna, que de las víctimas, que están en las manos de Dios. 


La fe ilumina el sentido de nuestra vida como don de Dios, pero también como don para los demás

     Pero también hay que añadir la preocupación por las víctimas. No sólo la Iglesia institucionalmente, sino los cristianos personalmente debemos preocuparnos por los más necesitados de este mundo, junto con muchas otras personas de buena voluntad. Eso también pertenece a la "cultura de la vida"

    Ambas cosas, el respeto por la vida humana y su protección en las personas más necesitadas, son pedidas por la fe bíblica. Desde Abrahán, la fe se pone en relación con el Dios de la vida, confirmándole “que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo ha llamado no es un Dios extraño, sino aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene” con su amor; y que “este amor originario es capaz de garantizar la vida incluso después de la muerte” (Papa Francisco, enc. Lumen fidei, n. 11). Dios es el autor del don de la vida y por eso, es digno de confianza, de fe.

     “Aprendemos así –señala el Papa Francisco– que la luz de la fe está vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus promesas” (Ibid., 12). Y a la vez, que la fe es “luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto” (Ibid, 7).

     La fe ilumina el sentido de nuestra vida como don de Dios, pero también como don para los demás; pues el sentido de la vida, que la fe confirma, consiste en corresponder al amor del Dios vivo con nuestro amor a los demás:

     “La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor” (Ibid, 51).

     En suma, la vida es un don que ha de ser cuidado y servido, en nosotros mismos y en los demás, venciendo la “globalización de la indiferencia” y la “anestesia del corazón” (Papa Francisco, Homilía en Lampedusa, 8-VII-2013) que caracterizan, por desgracia, nuestra cultura del bienestar, sorda y ciega ante los gritos y la miseria de tantas personas necesitadas.

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