Cuadro de Giovani da Modena (1410),
iglesia de San Petronio, Bolonia
iglesia de San Petronio, Bolonia
La estrella de los Magos nos trae esa libertad que Cristo nos ha ganado, la libertad de los hijos de Dios.
En la época en que Daniélou publicó su libro “Los símbolos cristianos primitivos” (1951: en castellano, eds. Ega, Bilbao 1993), había ya suficiente investigación acerca de la estrella de los Magos (Mt 2, 2) en el marco de la cultura bíblica.
La estrella tiene una larga historia que la precede en los textos del Antiguo Testamento (cf. la “estrella de Jacob” de Num 24, 17), del cristianismo primitivo y en relación con las culturas circundantes. Esa estrella es anunciadora de la salvación que trae el Mesías y que llega a todas las gentes.
San Justino ( s. II) dice que la estrella es uno de los nombres de Cristo, y la pone en relación con la estrella que vieron los Magos en Oriente. Para nosotros, es también una estrella de esperanza.
El lucero en la frente
En efecto, el Apocalipsis menciona la “estrella de la mañana” (2, 28) o el lucero del alba, que Dios dará a los que sean fieles a Cristo (quizá en relación con la marca que llevan en su frente, cf. 14, 1). Cristo mismo es la estrella radiante de la mañana (22, 16), como también le llama la segunda carta de san Pedro (2 Pe, 1, 19).
En una de las lecturas previas a la fiesta de la Epifanía, la liturgia católica de las Horas recoge este texto de San Agustín:
“El que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo semejante a nosotros en la forma de siervo, para reformarnos a semejanza de Dios; y, convertido en hijo del hombre –Él, que era único Hijo de Dios–, convirtió a muchos hijos de los hombres en hijos de Dios: y, habiendo alimentado a aquellos siervos con su forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen la forma de Dios.
Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque lo veremos tal cual es’ [1 Jn 3, 2]. (...)
Pero mientras eso no suceda, (…) mientras tenemos hambre y sed de justicia y anhelamos con inefable ardor la belleza de la forma de Dios, celebremos con devota obsequiosidad el nacimiento de la forma de siervo” (Sermón 194, 2ª lectura del 5 de enero, subrayado nuestro).
El nacimiento de Jesús, Hijo de Dios hecho carne por nuestra salvación, nos hace, en efecto, “libres para contemplar a Dios”, cosa que sucederá en el Cielo, cuando le veamos “cara a cara” (1 Co 13, 12), y disfrutemos de la vida divina en la compañía de los santos.
Mientras tanto, la estrella que guía a los Magos, llevándoles hasta el Niño, nos trae, también a nosotros, la libertad.
La libertad del amor
¿Qué libertad es esta? La libertad del amor, que es la perfección de la libertad. ¿Cómo se explica todo esto?
Es este un tema muy querido y recurrente en el pensamiento de Joseph Ratzinger. En una de sus audiencias generales (1-II-2012), Benedicto XVI lo desarrollaba con referencia a la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní y la interpretación de san Máximo el Confesor. He aquí las palabras del Papa alemán:
“Adán y Eva pensaron que el no a Dios sería la cumbre de la libertad, el ser plenamente uno mismo. (...) Jesús nos dice que el ser humano sólo alcanza su verdadera altura, sólo llega a ser divino conformando su propia voluntad a la voluntad divina; sólo saliendo de sí, sólo en el sí a Dios, se realiza el deseo de Adán, de todos nosotros, el deseo de ser completamente libres”.
Todo ello tiene que ver con el desarrollo del pensamiento cristiano sobre Cristo. Los primeros concilios definieron que Cristo es Hijo de Dios (concilio de Nicea en el a. 325) y que tiene una Persona y dos naturalezas, entre las cuales no hay confusión, ni cambio, ni división, ni separación (concilio de Calcedonia en el a. 451).
Con motivo del concilio III de Constantinopla (680), san Máximo el Confesor explicó que en Cristo, su voluntad humana (que se resistía, como es lógico, a la pasión y muerte) se unió a la voluntad divina, que deseaba nuestra salvación (cf. Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42; Jn 12, 27s) por su obediencia amorosa al plan salvífico divino, trazado por la Trinidad.
La oración, laboratorio de libertad
De esta manera se aclaraba que la unidad de las dos voluntades no se dio en el nivel de la naturaleza sino en su Persona (el espacio personal es el espacio de la libertad; la unidad libre es la unidad creada por el amor). Por eso, su naturaleza humana no quedó anulada por la naturaleza divina.
En su oración, que le llevó a morir en la Cruz, Cristo ejerció máximamente su libertad. Y por eso la oración cristiana –que participa de la de Cristo– puede caracterizarse como un “laboratorio de la libertad” (cf. sobre todo ello J. Ratzinger, Miremos al traspasado, Santa fe, Argentina, 2007, pp. 45-51).
Cristo con su voluntad humana es completamente libre. Cristo –afirma san Máximo– "murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió libremente" (Ambigua, 91, 1056). Esto implicaba la mediación del Espíritu Santo, que es el amor mutuo entre el Padre y el Hijo.
Por todo ello, la caridad o el amor cristiano, que nos da una participación del amor de Cristo, nos hace participes de su misma libertad. El cristiano es verdaderamente libre, con la libertad del amor. Y plenamente libre, cuando busca hacerlo todo por amor a Dios y a los demás.
Así, la estrella de los Magos nos trae esa libertad que Cristo nos ha ganado, la libertad de los hijos de Dios. Esta libertad que nos hace, efectivamente, capaces de contemplar a Dios: incoadamente aquí, plenamente en el Cielo. Esto significa, al mismo tiempo, llenarnos de su amor y colaborar para que crezca la verdadera libertad en el mundo.
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