sábado, 13 de enero de 2024

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Dimensión eclesial del Cielo

(Imagen: J. Tintoretto y D. Robusti, Paraíso (1588-1592). Palazzo Ducale, Venecia)

El Cielo es inimaginable. Cada uno tiende a concebirlo según su propia cultura, sus necesidades y anhelos.

En un texto escrito poco antes del Concilio Vaticano II (*), desarrolla Yves Congar una dimensión esencial del Cielo, muy importante en nuestra época de fuerte tendencia individualista: la dimensión de comunidad o de comunión con Dios y entre los justos. De hecho, lo que existe allí, y se consumará cuando termine la historia, no será otra cosa que la Iglesia, la comunión de los santos, en su fase definitiva.

El Concilio Vaticano II señala que “el hombre (…) no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, 24).

Aunque pueda parecer contradictorio, nuestra verdadera personalización tiene que ver con esa apertura del “yo” individual (que tiende al egoísmo) a un yo más grande, al “nosotros” de la humanidad, cuya semilla es la Iglesia.

Comienza Congar subrayando esta dimensión que abrirá nuestra personalidad a los demás y a la totalidad de lo existente. Será la superación de la dualidad que experimentamos, a veces dramáticamente, entre la persona y el todo. El “secreto” de esa superación es el amor].


La persona, los demás y el amor

“Todas las comparaciones que Nuestro Señor emplea al hablar del reino o del cielo expresan un momento de unanimidad de muchos hombres reunidos en una perspectiva de perfeccionamiento y de alegría: el cielo será una ciudad, una casa, un banquete de bodas, un reino: imágenes todas que expresan una situación en que cada uno se reencuentra y en que, al mismo tiempo, se está todos juntos. Debe cesar la vieja dualidad, que a veces se convierte en oposición, de la persona y de la totalidad.

Sabemos, y lo hemos experimentado algunas veces, que esta oposición desaparece cuando hay verdaderamente amor. Parece que, al darse, uno se pierde: no es verdad. Uno se encuentra. Se realiza una existencia profunda de la naturaleza humana, situada más allá de las exigencias superficiales del egoísmo, la exigencia de comunión con otras personas, hasta con todo aquello que vive y con las mismas cosas inanimadas. Nuestra verdadera personalidad no es la que se afirma, ruidosa o malhumorada, según las circunstancias, a costa de la felicidad de los otros, sino la que ama y se da. En el cielo no quedará más que ésta, porque ‘la caridad permanece’ (1 Co 13, 8 s). De este modo, muchas personas que en la tierra habrán sido brillantes, pero sin amor, quedarán reducidas a casi nada: ‘grandes’ conquistadores, ‘grandes’ estrellas; mientras que otros, humildes, escondidos, flagelados tal vez por la vida, aparecerán verdaderamente grandes y magníficos”.


La revelación del amor


[Así el cielo será “la revelación del amor”. Revelación en el sentido cristiano: no como mera información sino como manifestación de algo que estaba oculto o velado y que colma de sentido la existencia, llenando la inteligencia, el corazón y la actividad. Por ello el amor que será perfecto en el cielo será a la vez el máximo de personalidad y el máximo de comunidad. Un compartir con todos lo que cada uno tiene y ante todo lo que es, desde su fuente originaria y eterna, que es Dios uno y trino. Pero, avisa Congar, esa comunión no disolverá nuestro ser personal. Seguiremos siendo lo que somos: “una chispa única, irreemplazable, con su propio nombre, dentro de un fuego que las abarca todas sin absorberlas”. Ahí desplegado nuestro verdadero yo].

“Puesto que el cielo será la revelación del amor –del que merece justamente este nombre–, realizará, con el mismo movimiento, el máximum de personalidad y el máximum de comunidad. En aquel mismo momento, en que mi alegría será más que nunca mía, en que Dios será más que nunca mi Dios, nadie dirá ya, sin embargo: mi Padre, sino nuestro Padre; mi alegría, sino nuestra alegría; y así sucederá con todos los demás bienes de los que todos, juntamente, seremos colmados por la fuente única de todas las cosas (cf. San Agustín, De sermone Domini in monte, I, 41).

Nosotros hablamos de comunión de los santos y es necesario dar a esta admirable expresión toda su fuerza, todo su rigor que la palabra ‘comunión’ puede revestir lo mismo en sociología que en teología. Es cosa bien distinta de un orden exterior obtenido por una autoridad, que reúne fuerzas dispersas para cooperar con vistas a la obtención de un resultado común. En la comunión, si es pura, no hay exterioridad, no hay autoridad coactiva, no hay, ni siquiera, necesariamente cooperación para producir una obra: hay intercambio, transparencia, presencia de los unos en los otros y don de los unos a los otros. Don ¿de qué? De todo lo que se tiene o, mejor todavía, don de sí mismos, don de las personas mismas a otras personas: apareciendo cada uno como lo que es y siendo tratado cada uno como es. El modelo supremo de esta comunión en la comunión divina de las tres Personas. Nosotros estamos muy lejos de ella, aquí abajo, pero el cielo será la comunión perfecta de los santos, comunión perfecta de personas. (…)

Sin embargo, esta comunión no es una fusión. Dentro de ella cada uno sigue siendo lo que es y lleva su propio nombre. Cuando decimos con san Pablo: ‘Dios todo en todos’, no afirmamos ningún panteísmo absurdo. Dios es Dios, y cada cual es su propia persona. Dios nos ha colocado fuera de sí: no en el sentido de que existiera un ‘fuera’ cualquiera de Dios, sino en el sentido de que nos ha hecho distintos, teniendo nuestro propio ser, que no es el de Dios; él ha puesto cosas fuera de sí, personas que podrán decir siempre ‘yo’. (…) Sí, yo seré siempre una chispa única, irreemplazable, con su propio nombre, dentro de un fuego que las abarca todas sin absorberlas”. 

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(*) Y. Congar, Amplio mundo, mi parroquia. Verdad y dimensiones de la salvación (orig. francés, 1959), Estella (Navarra) 1965, 86-89.


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