Comienza explicando la función unificadora del Espíritu Santo, ya dentro de la Trinidad, pues es el amor del Padre y del Hijo, y además es una persona divina distinta. Esta unidad se prolonga en la Iglesia y en su misión. Es unidad de fe, de sacramentos y de vida. Y a ella se deben ajustar las conductas de los cristianos. Un tema siempre actual, quizá de modo especial en nuestro tiempo. Además nos puede ayudar para preparar la Semana de oración por la unidad de los cristianos (18 al 25 de enero).
La función unificadora del Espíritu Santo
‘El Padre y el Hijo han querido que estuviéramos unidos –entre nosotros y con ellos– por medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor, que es el Espíritu Santo’ (San Agustín, Discurso 71). Éste es el principio que nos permite pasar de la contemplación del Espíritu-amor en la Trinidad, al mismo Espíritu-amor en la Iglesia. A partir del siglo V, esta función unificadora del Espíritu, dentro de la Trinidad y de la Iglesia, empezó a ser expresada en una breve fórmula que durante mucho tiempo ha constituido la única mención del Espíritu Santo en el canon latino de la misa: “En la unidad del Espíritu Santo” (In unitate Spiritus Sancti).
Es el tema que Agustín desarrolla en todos sus discursos sobre Pentecostés. El esquema es siempre el mismo. Evoca el evento de Pentecostés y el milagro de las lenguas. A continuación, se hace la pregunta: si entonces cada uno de los apóstoles hablaba todas las lenguas, ¿cómo es que ahora el cristiano, aunque haya recibido al Espíritu Santo, no habla todas las lenguas? La respuesta del obispo es la siguiente: ¡Pues claro que también hoy cada cristiano habla todas las lenguas! En efecto, pertenece a ese cuerpo –la Iglesia– que habla todas las lenguas, y en cada lengua anuncia la verdad de Dios. No todos los miembros de nuestro cuerpo ven, no todos oyen, no todos andan y, sin embargo, nosotros no decimos: mi ojo ve, mi pie anda, sino que decimos: yo veo, yo ando, porque cada uno de los miembros actúa por todos, y todo el cuerpo actúa en cada miembro.
[En consecuencia, dirá el cardenal Cantalamessa –buen conocedor de la teología de los Padres de la Iglesia–, la señal de haber recibido el Espíritu Santo es el amor por la unidad en la Iglesia, tanto en lo visible (en la doctrina, en los sacramentos, en la moral) como en lo invisible (en la fe, en la oración, en la caridad), que es raíz y fundamento de lo visible]
Amor a la unidad
Esto hace el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Él se porta, en el cuerpo de Cristo, como el alma en nuestro cuerpo. Es el principal motor e inspirador de todo. ¿Cuál es entonces la señal segura de que hemos recibido al Espíritu
Santo? ¿Hablar en lenguas?, ¿realizar prodigios? No, es amar la unidad, mantenemos fuertemente unidos a la Iglesia:
“Si, por tanto, quieres vivir del Espíritu Santo, conserva la caridad, ama la verdad, desea la unidad, y alcanzarás la eternidad”.
“Así como entonces las distintas lenguas que se podían hablar eran la señal de la presencia del Espíritu Santo, del mismo modo ahora el amor por la unidad de todos los pueblos es el signo de su presencia... Sepan, pues, que tendrán al Espíritu Santo cuando dejen que su corazón se adhiera a la unidad mediante una caridad sincera” (San Agustín, Discursos 267 y 269).
Esto explica por qué la caridad es “el camino que los supera a todos”: multiplica los carismas; hace del carisma de uno el carisma de todos.
Ya sabemos que, en todos sus discursos, lo que a Agustín le preocupa es el gran problema de su época: el cisma de los donatistas. La idea de Iglesia que él desarrolla está en función de ellos. La Iglesia no es una realidad monolítica, por la cual o está toda o no está en absoluto. Se realiza por grados. En la Iglesia hay dos planos de unidad: el plano visible de los signos, llamado “comunión de los sacramentos”, y el plano invisible, llamado “comunión de los santos”, que se realiza cuando nos adherimos, mediante la caridad, a la unidad del cuerpo y somos “animados” por el Espíritu Santo. Esta Iglesia íntima y plena, constituida por aquellos que, mediante la caridad, comparten el mismo Espíritu Santo, está representada con el símbolo de la paloma, que lo es, al mismo tiempo, de la Iglesia (en el Cantar de los Cantares) y del Espíritu Santo (en el bautismo de Cristo) (Cf. San Agustín, El Bautismo VI, 3, 5). ¿No es curioso que el término “caridad” (ágape) se haya convertido, en la tradición cristiana, en un modo de designar, al mismo tiempo, al Espíritu Santo [en el himno Veni Creator] y a la Iglesia? Ignacio de Antioquía [cf. su Carta a los romanos] dice que la comunidad de Roma “preside el ágape”, es decir, el conjunto de toda la Iglesia.
El Espíritu Santo como “alma” de la Iglesia
Éste es el conjunto doctrinal que el título de “amor” evocaba en la época en que se compuso el Veni creator. ¿Qué nos sugiere hoy? ¿Qué es lo que profesamos, qué es lo que pedimos cuando, al cantar el himno, llegamos a la palabra caritas? Estamos viviendo, sobre todo en Occidente, el fin de un largo período caracterizado por un triste divorcio entre la Iglesia y el Espíritu Santo. A raíz de la reforma protestante, en la Iglesia católica se insistió tanto en la importancia del aspecto visible, institucional y jerárquico de la Iglesia (“una sociedad humana tan visible y palpable como la de la antigua Roma, o el reino de Francia o la república de Venecia”, como dice Belarmino), que se llegó a dejar en la sombra la función que tiene en ella el Espíritu Santo. Esta función empieza a asomarse otra vez, en el discurso sobre la Iglesia, con la encíclica Mystici corporis de Pío XII, en la que se vuelve a hablar del Espíritu Santo como alma y vínculo de unidad de la Iglesia.
Este nuevo descubrimiento recibió un impulso decisivo con el Concilio Vaticano II, que habla de los carismas y de la dimensión neumática de la Iglesia, junto a la jerárquica e institucional. Después del Concilio, entre los católicos se ha empezado a hablar de la Iglesia como “misterio del Espíritu Santo en Cristo y en los cristianos”. Así como en la Trinidad el Espíritu es una especie de nosotros divino, en el que se unen el “yo” del Padre y el “tú” del Hijo, del mismo modo en la Iglesia él es el que hace de una multitud de personas una sola “persona mística” (cf. H. Mühlen, Una mystica persona).
[Por tanto, si el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia, no tiene sentido separarlos, ni oponer una Iglesia jerárquica e institucional a una Iglesia espiritual y carismática porque no hay más que una Iglesia. Obviamente que no se puede entender plenamente la Iglesia sin la fe o al menos sin la apertura a la dimensión trascendente del hombre.
De ahí la necesidad, y concretamente en nuestro tiempo, ante todo de la fe en que realmente en la Iglesia actúa el Espíritu Santo, asistiendo de modo particular al Papa y a los obispos en comunión con Él. Es lo que el Concilio Vaticano II llama “magisterio ordinario” al que se debe, por parte de los fieles, un “obsequio religioso de voluntad y entendimiento” (const. dogm. Lumen gentium, 25), sin necesidad de llegar a una definición dogmática o un Concilio.
Además, el Espíritu Santo actúa de otra manera fuera de los márgenes visibles de la Iglesia: promoviendo la unidad de los cristianos y preparando el anuncio de Cristo en las religiones no cristianas e incluso en los no creyentes]
El Espíritu Santo: unidad, vida y amor
En el mundo protestante se ha producido el mismo divorcio [entre la Iglesia y el Espíritu Santo], pero en sentido inverso. Aquí se ha insistido tanto en el Espíritu Santo como constitutivo de la verdadera Iglesia, que es invisible, interior y oculta, que se ha perdido de vista la dimensión visible y concreta de Iglesia. Resumiendo: allí [en la teología católica después de la reforma protestante], una Iglesia sin el Espíritu Santo; aquí, un Espíritu Santo sin la Iglesia. Así como en el primer caso se acababa por desnaturalizar a la Iglesia privándola del Espíritu, del mismo modo, aquí se acababa por desnaturalizar al Espíritu privándolo de la Iglesia. De hecho, llega un momento en que el Espíritu Santo, bajo el influjo de la filosofía idealista, llega a reducirse a la conciencia del hombre; ya no es Espíritu de Dios, sino espíritu del hombre. La superación de este divorcio en el mundo protestante se ha iniciado con Barth, en un movimiento igual y contrario al que se está produciendo entre los católicos: bajo la forma de un renovado interés por la Iglesia.
Si bien con distintos matices, hoy los unos y los otros se acogen a la antigua fórmula de san Ireneo:
“Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia” (Contra las herejías).
No se puede partir esta afirmación por la mitad y tomar en serio, o bien sólo la primera parte, como pretendían los católicos; o bien sólo la segunda, como querían los protestantes.
Nadie ha expresado esta renovada conciencia de la necesidad que toda la Iglesia tiene del Espíritu Santo con más pasión que Pablo VI:
‘Nos hemos preguntado más de una vez... cuál es la necesidad, primera y última, que advertimos para esta nuestra bendita y amada Iglesia. Tenemos que decirlo casi temblando y suplicando, ya que, como saben, se trata de su misterio y de su vida: el Espíritu, el Espíritu Santo, el animador y santificador de la Iglesia, su respiración divina, el viento que sopla en sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y fuerza, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas y cantos, su paz y su gozo, su prenda y preludio de vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés: necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada... La Iglesia necesita recuperar el anhelo, el gusto y la certeza de su verdad... La Iglesia necesita, además, sentir que fluye, otra vez, por todas sus facultades humanas la ola de amor, de ese amor al que llaman caridad, y que precisamente, es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado’ (Discurso 29-XI-1972).
La contemplación del Espíritu como caridad y amor, nos puede servir de ayuda también en el camino hacia la unidad de todos los cristianos. La pregunta que hoy muchos empiezan a hacerse es la siguiente: ¿Yo, como católico, con quiénes puedo sentirme más en comunión: con todos aquellos que, a pesar de haber sido bautizados en mi misma Iglesia, prescinden totalmente de Cristo y son cristianos sólo de nombre, o con quienes pertenecen a otras Iglesias, pero creen en las mismas verdades fundamentales en las que yo creo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, y actúan movidos por el mismo Espíritu Santo?
No vamos a poder evitar por más tiempo plantearnos este problema y tratar de solucionarlo. Seguir dando prioridad a la comunión institucional con respecto a la espiritual, cuando resulta que las dos cosas, lamentablemente, no coinciden aún, significaría invertir el principio tradicional y poner la comunión de los signos por encima de la comunión real, que es el Espíritu Santo.
Si el signo de la presencia del Espíritu Santo, como decía san Agustín, es “el amor por la unidad”, entonces tenemos que decir que el Espíritu hoy actúa sobre todo allí donde está viva la pasión por la unidad de los cristianos, donde se trabaja y se sufre por ella.
Al principio, Dios concedió el Espíritu a los paganos en casa de Cornelio, con las mismas manifestaciones con las que lo había concedido a los apóstoles en Pentecostés, para inducir a Pedro, y detrás de él a la Iglesia, a acoger también a los gentiles en la comunión de la única Iglesia. Hoy concede el Espíritu Santo a los creyentes de las distintas Iglesias de la misma manera, y a veces bajo idénticas formas, para un mismo objetivo: inducirnos a acogemos los unos a los otros en la caridad del Espíritu y encaminamos hacia la unidad plena, como hicieron judíos y gentiles cuando se reunieron en la misma Iglesia. ¡El Espíritu, que pudo reunir en un solo cuerpo a judíos y gentiles, esclavos y libres, bien puede reunir hoy en un solo cuerpo a católicos y protestantes, latinos y ortodoxos! Esto es lo que tenemos que pedirle al Espíritu cuando, en el Veni creator, lo invocamos como caridad y amor”.
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(*) R. Cantalamessa, Ven Espíritu Creador: meditaciones sobre el "Veni Creator" (orig. italiano de 1998), Buenos Aires 2011, 168-175.
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