miércoles, 6 de marzo de 2024

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La vid y los sarmientos, la Iglesia y las bodas


V. Van Gogh, El viñedo rojo (1888), Museo Pushkin, Moscú

En la Biblia la viña es imagen de la esposa (cf. Cantar de los cantares, 2, 15 y 7, 13), y se pide a Dios que la cuide, a pesar de las infidelidades de su pueblo (cf. Sal 80, 9-20). En la predicación de Jesús, son los viñadores los que rechazan al hijo del dueño de la viña (Mc 12, 1-2). En el cristianismo, el rojo se asocia a la sangre de Cristo y su sacrificio en la cruz.

Dice Joseph Ratzinger en Jesús de Nazaret que en la tradición judeocristiana "el vino encarna la fiesta. Hace que el hombre experimente la gloria [la belleza, el resplandor, que procede de su origen divino] de la creación. Por eso forma parte de los rituales del sábado, de la Pascua, de las bodas. Y nos hace vislumbrar algo de la fiesta definitiva de Dios con la humanidad" (cf. Is 25, 6).

"El don del vino nuevo se encuentra en el centro de la boda de Caná (cf. Jn 2, 1-12), mientras que, en sus discursos de despedida, Jesús nos sale al paso como la verdadera vid (cf. 15, 1-10)" (pp. 298-299).


1. El vino nuevo de las bodas de Caná


Para comprender el sentido de ese primer milagro de Jesús (¡el haber proporcionado unos 520 litros de vino en una fiesta privada!), el teólogo Joseph Ratzinger nos da algunas indicaciones:

1) Primero, una datación: "Tres días después había una boda en Caná de Galilea". Aunque no está muy claro después de qué sucede eso, Ratzinger señala que la referencia "al tercer día", es propia de las teofanías, por ejemplo el encuentro de Dios con Israel en el Sinaí (cf. Ex 19, 16-18) y, sobre todo, de la resurrección de Cristo, en la que Dios irrumpe de modo definitivo y decisivo en la historia humana, incorporándola su misma vida.

2) Un segundo dato son las palabras de Jesús a su madre, de que todavía no le ha llegado su "hora". "Cuando en este instante Jesús habla a María acerca de su hora, vincula el momento presente con el del misterio de la cruz como glorificación suya. Esta hora no ha llegado aún, y había que comenzar por decirlo. Y sin embargo Jesús tiene el poder de anticipar esta ‘hora’ con un signo. Con ello, el milagro de Caná queda caracterizado como anticipación de la hora y ligado interiormente a esta" (p. 301).

[Tomemos nota de quienes intervienen en este acontecimiento: además de la Trinidad, está María, la madre de Jesús, y todos los que asisten a aquella boda, comenzando por los esposos, sus parientes y amigos, y los discípulos de Jesús]

Por otra parte, dice Ratzinger, esto es lo que sigue sucediendo en la Eucaristía, en la Misa: "Tras la plegaria de la Iglesia, el Señor anticipa en ella su vuelta, vuelve ya ahora, celebra las bodas con nosotros, a la vez que nos saca de nuestro tiempo, dirigiéndonos a esa ‘hora’” (p. 301)

3) Y de ahí deduce una tercera señal para comprender lo sucedido en Caná: "El signo de Dios es la abundancia. Lo vemos en la multiplicación de los panes, lo vemos de continuo, pero sobre todo en el centro de la historia de la salvación: en el hecho de que él se derroche por esa criatura miserable, el hombre. Esta abundancia es su 'gloria'. La abundancia de Caná es, por tanto, un signo de que la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse por el hombre, ha comenzado" (Ib.). Y así, el marco del episodio —la boda— se convierte en imagen que, más allá de sí misma, señala la hora mesiánica: “la hora de la boda de Dios con su pueblo ha comenzado con la venida de Jesús. La promesa escatológica irrumpe en el presente" (Ib.).

De esta manera, observa Ratzinger: "Jesús se presenta aquí como el novio de la boda prometida de Dios con su pueblo, y con ello introduce misteriosamente su propia existencia, se introduce a sí mismo, en el misterio de Dios. En él, de forma insospechada, Dios y el hombre se hacen uno, tiene lugar la ‘boda’, la cual –Jesús lo destaca en su respuesta— pasa por la cruz, por el ‘ser arrebatado’ del novio” (p. 301).

4) Todavía llama Ratzinger la atención sobre otros dos aspectos del relato de Caná: "La autorrevelación de Jesús y su ‘gloria’ que nos sale al paso aquí" (p. 302). Según la mitologia griega, el dios Dionisos descubrió la vida y a él se le atribuye el convertir el agua en vino. Para el gran teólogo judío Filón de Alejandría († 45-50 d.C), el verdadero donador del vino es el Logos divino, que nos trae el gozo y la dulzura del verdadero vino. Mas aún, ya Melquisedec, que ofreció pan y vino, prefigura lo que Cristo hará plenamente: entregarnos los dones esenciales para la humanidad. Por ello afirma Ratzinger: "el Logos (Cristo) aparece a la vez como el sacerdote de una liturgia cósmica" (p. 302). En efecto, la gloria de Jesús, su manifestación, es el don definitivo que purifica los esfuerzos del hombre y con ello trae la alegría al mundo que redunda en todo el universo.


2. La vid y los sarmientos

Ratzinger complementa su estudio del acontecimiento de las bodas de Caná con la referencia al misterio de la vid y su rico simbolismo según Jn, 15, 5: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada".

"Todos sabían –escribe Ratzinger– que la ‘viña’ era la imagen de una novia (cf. Cant 2, 15; 7, 13)". La viña representaba así a Israel. Aunque la historia empieza bien, luego se desvela su drama: "La viña, la novia, es Israel, son los presentes mismos, a quienes Dios había dado el camino de la justicia en la Torá, a los que había amado y por los que había hecho todo, y que a todo esto han respondido con la violación del derecho y con un régimen de injusticia" (pp. 303s.).

Luego, en los sermones de despedida de Jesús, la parábola de la viña se sitúa en continuidad con toda la historia del pensamiento y de la reflexión bíblica sobre la vid, y le da una mayor profundidad. "Yo soy la verdadera vid" (Jn 15, 1), dice el Señor. "El Hijo mismo se identifica con la vid, Él mismo se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de la encarnación, del que Juan habla en el Prólogo, es retomado de una manera sorprendentemente. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que Él puede asimismo volver a arrancar y arrojar fuera. En el Hijo, él mismo se ha hecho vid, se ha identificado en su ser y para siempre con la vid" (p. 306).

Puesto que ahora el Hijo se ha convertido El mismo en la vid, esto comporta que precisamente de este modo sigue siendo una cosa sola con los suyos, con todos los hijos de Dios dispersos, que Él ha venido a reunir (cf. Jn 11, 52). En efecto: la viña (el conjunto de la vid y los sarmientos) es ahora la Iglesia. 

En la cima de su argumentación, Ratzinger expresa el núcleo de su mensaje en estas páginas: "La vid como denominación cristológica contiene también toda una eclesiología. Designa la unidad inseparable de Jesús con los suyos, todos los cuales son ‘vid’ con él y con él, y cuya vocación es ‘permanecer’ en la vid" (p. 307).


Se pregunta Ratzinger: ¿cuál es el fruto que Él espera de esta viña que es la Iglesia en la que vivimos unidos a Él por el Espíritu Santo? La vid debe dar uva de calidad, para que se pueda obtener de ella un vino generoso. Pero esto requiere siempre purificación, aunque tenga que pasar por el dolor.


Esto se acaba de aclarar en la última Cena. Jesús, que había hablado del verdadero pan del cielo, anticipando su entrega en la Eucaristía, nos regala ahora el vino de su pasión, de su amor “hasta el extremo” (Jn 13, 1)

"La parábola de la vid –apunta Ratzinger– tiene, por tanto, un claro trasfondo eucarístico. Alude al fruto que Jesús trae: el amor que se entrega en la cruz, que es el nuevo vino generoso reservado que corresponde al banquete nupcial de Dios con los hombres. (…) Nos remite al fruto que nosotros, en tanto que sarmientos, podemos y debemos dar con Cristo y en virtud de Cristo: el fruto que el Señor espera de nosotros es el amor –el amor que acepta con él el misterio de la cruz y participa en su autodonación– y por tanto la verdadera justicia que prepara el mundo con vista al reino de Dios" (p. 308).


3. El amor matrimonial participa del amor entre Cristo y la Iglesia


Finalmente, todo ello, podemos ver por nuestra parte, esclarece el sentido cristiano del matrimonio, donde purificación y fruto también van unidos.

También en el matrimonio "el verdadero fruto es el amor que ha pasado a través de la cruz, a través de las purificaciones de Dios. De todo esto forma parte el ‘permanecer’" (p. 309).

Lo que corresponde a la vida cristiana y a la santidad en general, corresponde también al amor de los esposos cristianos de modo específico.

"Un primer entusiasmo es fácil, pero le sigue el perseverar incluso en los monótonos caminos del desierto que hay que recorrer en la vida, con la paciencia de avanzar siempre del mismo modo, cuando decae el romanticismo del primer momento y sólo queda el ‘sí’ profundo y puro de la fe. Precisamente así se hace el vino bueno" (Ib.).

Así es. El vino bueno del verdadero amor solo se hace con la perseverancia. "Si el fruto que debemos dar es el amor, su presupuesto es precisamente este ‘permanecer’, que está profundamente relacionado con la fe que no se aparta del Señor" (Ib.).

En efecto. Y por eso las palabras del Señor sobre la vid los sarmientos solo se pueden hacer realidad por medio de la oración y a la entrega del Señor por todos (también por los esposos cristianos). De ahí, por la acción del Espíritu Santo, brota la gracia que se otorga en el sacramento del matrimonio y se derrama continuamente cada día en la existencia de los esposos y de la familia. Gracia que es fortalecida por su vida de oración y el recurso a los sacramentos (especialmente la Eucaristía y la Confesión de los pecados). Y así concluye Ratzinger su argumentación:

"Las palabras sobre el permanecer en el amor anticipan ya el último versículo de la oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 26: 'Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos') y de este modo enlazan el discurso de la vid con el gran tema de la unidad, que el Señor presenta allí como súplica ante el Padre" (Ib.).





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