El comienzo del Año de la fe, los 50 años de la inauguración
del Concilio Vaticano II y los 20 del Catecismo de la Iglesia Católica, han hecho
celebrativamente densos estos últimos días.
En la
audiencia general del 10 de octubre, víspera de la magna celebración, Benedicto
XVI ha ofrecido una reflexión “sobre el gran acontecimiento eclesial que ha
sido el Concilio, acontecimiento del que he sido testigo directo”, citando una
vez más las palabras de Juan Pablo II: “Siento más que nunca el deber de
indicar el Concilio como la gran
gracia de la que la Iglesia
se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una
brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza” (Carta ap.
Novo millennio ineunte, n. 57). Añade
el Papa actual que esta imagen de la brújula es bien elocuente al pensar en la
navegación de la Iglesia;
sobre todo porque es preciso volver a los documentos del Concilio Vaticano II,
“liberándolos de una masa de publicaciones que con frecuencia, en vez de darlos
a conocer, los han ocultado”.
Una experiencia única, un "acontecimiento de luz"
Con emoción
ha recordado el periodo conciliar como una “experiencia única”, que
testimoniaba una “Iglesia viva –casi tres mil Padres conciliares de todas las
partes del mundo reunidas bajo la guía del Sucesor del Apóstol Pedro– que acude
a la escuela del Espíritu Santo, verdadero motor del
Concilio”. Raras veces se pudo en la historia casi “tocar” la universalidad de la Iglesia. Tantos motivos que
evocan la alegría, la esperanza y el ánimo de los participantes en ese
“acontecimiento de luz” que se irradia hasta hoy.
En la misma
audiencia resume el Papa las orientaciones que Juan XXIII imprimió al Concilio:
“La fe debía hablar de un modo ‘renovado’, más incisivo –porque el mundo estaba
cambiando rápidamente–, pero manteniendo intactos sus perennes contenidos, sin
cesiones o compromisos”.
Pablo VI
apuntaba, en la clausura del Concilio, algunos rasgos del mundo moderno: al
lado del progreso científico y de la mayor conciencia de la libertad, se
olvidaba de Dios, reivindicaba frente a él una autonomía absoluta, y se cerraba
a la transcendencia, refugiándose en el “laicismo” como ideología perfilada por
esas mismas características. Por eso, concluye Pablo VI, Dios –el Dios vivo y
personal, providente, amoroso y garante de la dignidad humana– es el punto
central del Concilio.
La lección fundamental del Concilio: la fe en Dios y el encuentro con Cristo
Pues bien,
señala ahora Benedicto XVI: “Vemos como el tiempo en el que vivimos continúa
caracterizado por el olvido y sordera respecto a Dios. Pienso, por tanto, que
debemos aprender la lección más sencilla y fundamental del Concilio; es decir,
que el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios, que es Amor
trinitario, y en el encuentro, personal y comunitario con Cristo que orienta y
guía la vida; y todo lo demás es consecuencia”.
Insiste el
Papa en lo que considera la luz esencial del Concilio: “Lo importante hoy, como
lo era en el deseo de los Padres conciliares, es que se vea –de nuevo, con
claridad– que Dios está presente, nos ve, nos responde. Y en cambio, cuando
falta la fe en Dios, se derrumba lo que es esencial, porque el hombre pierde su
dignidad profunda y lo que hace grande su humanidad, contra todo
reduccionismo”. El Concilio –en términos de Benedicto XVI– recuerda que la Iglesia tiene la tarea de
transmitir la Palabra
del amor de Dios que salva, para que sea acogida y escuchada, puesto que es una
llamada divina que contiene en sí nuestra felicidad eterna.
Los cuatro puntos cardinales de la brújula
Retomando
la imagen empleada por Juan Pablo II, el Papa actual compara las cuatro grandes
constituciones conciliares con los cuatro puntos cardinales de la brújula que
puede orientarnos de nuevo en la navegación de la Iglesia. La primera en
el tiempo fue la constitución sobre la liturgia (Sacrosanctum concilium), que “indica cómo en la Iglesia al comienzo está
la adoración, está Dios, está la centralidad del misterio de la presencia de
Cristo”. Desde ahí la Iglesia
(en la constitución dogmática Lumen
gentium) reconoce que como “cuerpo
de Cristo y pueblo peregrinante en el tiempo, tiene como tarea fundamental la
de glorificar a Dios”. En tercer lugar la constitución sobre la divina
Revelación (Dei Verbum) expresa cómo
“la Palabra
viva de Dios convoca a la
Iglesia y la vivifica a lo largo de todo su camino en la
historia”. Finalmente la constitución pastoral Gaudium et spes se ocupa del modo “en que la Iglesia lleva al mundo
entero la luz que ha recibido de Dios para que sea glorificado”.
Llamada a redescubrir la belleza de la fe
Ante la
celebración del 50 aniversario del Concilio, el Papa condensa en estas palabras
el significado actual de este acontecimiento para nosotros: “El Concilio
Vaticano II es para nosotros una fuerte llamada a redescubrir cada día la
belleza de nuestra fe, a conocerla profundamente por medio de una relación
intensa con el Señor, a vivir hasta el fundo nuestra vocación cristiana”.
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