Capilla Scrovegni (Padua)
Acabamos de ver de nuevo al
sucesor del apóstol Pedro lavando los pies a sus hermanos. Como en otras
ocasiones, también ha subido a los niños para pasearlos en el papamóvil. Son signos
que la gente sencilla capta como expresión de lo que hizo Jesús, de su abajamiento,
cercanía y entrega por todos, culminada en su pasión y muerte.
La humillación hasta la muerte de Cruz
Lo
que había comenzado en el vientre de María –la encarnación del Hijo de Dios– en
un lugar escondido de Palestina, muestra luego, en el camino de la Cruz y en la
Cruz, su aspecto más dramático. Jesús ha llevado sobre sí todo el mal, físico y
moral, de todos los tiempos: todos los pecados y todos los sufrimientos,
especialmente los de los inocentes. Por eso el Papa Francisco nos ha invitado a
besar el crucifijo, también porque Jesús ha padecido todo eso por cada uno de
nosotros.
Dios
omnipotente no derrota la injusticia, el mal, el pecado y el sufrimiento con
una victoria llamativa, sino de una manera que humanamente parece una derrota.
Así lo ha explicado Francisco. Y cuando ya no queda nada y todo parece perdido,
cuando la noche se ha hecho más oscura, Dios interviene y resucita.
“Jesús, que
eligió pasar por esa senda, nos llama a seguirlo por su mismo camino de
humillación. Cuando en ciertos momentos de la vida no encontremos ninguna vía
de escape para nuestras dificultades, cuando caigamos en la oscuridad más
espesa, es el momento de nuestra humillación y entrega total, la hora en la que
experimentamos que somos frágiles y pecadores. Es justo entonces, en ese
momento, cuando no debemos disimular nuestra derrota, sino abrirnos confiados a
la esperanza en Dios, como hizo Jesús” (Papa Francisco, Audiencia general, 16-IV-2014).
La resurrección: un estallido de luz, una explosión de amor
Por su parte, en el libro “Jesús de Nazaret” –y también a lo largo de su pontificado, especialmente en las homilías durante la Vigilia Pascual– Benedicto XVI ha explicado de una forma sugerente el sentido de la resurrección de Jesucristo. Un acontecimiento –como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica– que pertenece a la historia y que a la vez la supera, va más allá.
En Cristo,
escribe el ahora Papa emérito, la naturaleza humana “experimenta una especie de
‘salto cualitativo’ radical en que se entreabre una nueva dimensión de la vida,
del ser hombre (Jesús de Nazaret, II,
2011, p. 318). El cuerpo de Cristo, como ya había señalado San Pablo, es
transformado en un “cuerpo cósmico”. Y con ello se ha transformado en “el lugar
en el que los hombres entran en la comunión con Dios y entre ellos, y así
pueden vivir definitivamente en la plenitud de la vida indestructible” (Ibid.).
Con la resurrección
del Señor acontece –ha explicado Benedicto XVI en otras ocasiones– mucho más
que una “mutación” en el culmen de la “evolución” del hombre. En la
resurrección se manifiesta la Vida indestructible con un “estallido de luz”,
una “explosión del amor”; y de ahí surge un mundo nuevo (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual,
15-IV-2006).
Con este
acontecimiento radical, con este salto ontológico –salto en el ser– “se ha
inaugurado una dimensión que nos afecta a todos y que ha creado para todos
nosotros un nuevo ámbito de la vida, del ser con Dios” (Jesús de Nazaret, II, p. 319). La tradición cristiana habla por eso
de una “nueva creación”.
¿Cómo me afecta a mí?
Ahora bien, ¿cómo
me afecta “a mí” eso y cómo llega a mí de modo que me envuelve y hace posible
incluso que yo pueda participar en la transformación del mundo por el amor? Esto,
que sería algo impensable y un sueño inimaginable, se abre para cada uno de nosotros
con la fe y con la incorporación a la Iglesia por el bautismo (cf. Benedicto
XVI, Homilía en la Vigilia Pascual,
15-IV-2006). Desde entonces, cada uno de los cristianos puede decir con San
Pablo: Vivo yo, pero ya no soy solamente yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga
2, 20).
La resurrección
de Cristo y sus consecuencias superan, pues, la historia pero dejan su huella
en la historia. Cristo resucitado ha dejado ante todo testigos, que son los
apóstoles, con su predicación entusiasta y audaz, que –entiende Joseph
Ratzinger– no se explicaría por simples especulaciones o experiencias
interiores.
El estilo de Dios
Pero ¿por qué
Dios se ha revelado así, sólo a algunas personas como Abraham, sólo a algunos
pueblos como Israel, y no de forma aplastante ante los poderosos de este mundo?
Responde Benedicto XVI: “Es propio del misterio de Dios actuar de manera
discreta. Solo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de
la humanidad. (…) Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la
humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No
cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos,
nos hace lentamente capaces de ver”
(p. 321).
Ese es,
concluye, el estilo divino: no arrollar con el poder exterior, sino ofrecer y
suscitar amor. Por eso si escuchamos a esos testigos y nos abrimos a los signos
con los que Dios nos da siempre fe de ellos y de sí mismo, podemos descubrir
que Él ha resucitado y que es el Viviente.
Todo ello se expresa
pedagógicamente y se actualiza por los signos litúrgicos de la Pascua, desde la
noche del Sábado santo: el fuego que se hace luz (verdad y amor van unidos), el
agua viva (la vida de la gracia como amistad con Dios y participación de su
misma vida), el canto del aleluya (la
alegría de estar con Cristo y de anunciarlo a todos).
Así se revela y
se libera el sentido de la vida, que estaba oscurecido y esclavizado por el
pecado. Y así, siguiendo ese mismo estilo de Dios, los cristianos están
llamados a afianzar esa victoria de Cristo con las “armas” de la justicia y de
la verdad, de la misericordia, del perdón y del amor (cf. Benedicto XVI, Mensaje de Pascua, 12-IV-2009). Todo eso
es lo que celebramos especialmente en la Misa de cada domingo, haciendo
“memoria viva” de la resurrección del Señor.
Es lo mismo que,
en perfecta continuidad, viene enseñando el Papa Francisco. Cristo, por su
humillación –su empobrecimiento radical por nosotros–, nos indica el camino
para la misión cristiana: la atención a los pecadores y a los pobres, a los
enfermos y los más débiles. Y la Iglesia quiere seguir siendo pobre –en los
Sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, en la actitud de cada
cristiano hacia los más necesitados– y “un pueblo de pobres” (cf. Papa
Francisco, Mensaje de Cuaresma, 2014).
Dios sigue
actuando a través de los que se hacen pobres por los demás: pobres por el
desprendimiento de las cosas materiales (usando lo necesario y rechazando lo
superfluo), por la acogida de los dones divinos y por la generosidad y la
misericordia con los demás, acercándose a la miseria material, moral y
espiritual.
Dios actúa en
los que recorren –durante su vida en un proceso cada vez más profundo y a la
vez sencillo– ese camino (la “pascua”), el “paso” desde la humillación a la
resurrección.
De la
humillación a la resurrección. Es el camino alegre de la Iglesia y de los
cristianos, llamados a ser luz y calor –razón, justicia y misericordia– en
nuestro mundo.
(publicado en www.religionconfidencial.com, 23-IV-2014)
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