lunes, 24 de enero de 2022

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Palabra de Dios: luz, vida y espada

 

                                        G. K. Olsen, Jesús, enseñando en la sinagoga de Nazaret



El 23 de enero se celebró el Domingo de la Palabra de Dios, instituido por el Papa Francisco para el tercer domingo del tiempo ordinario. Una iniciativa pastoral llamada a promover la formación de los fieles, en orden a facilitarles extraer de la Sagrada Escritura "frutos inestimables de sabiduría, esperanza y vida” (Carta Aperuit illis, 30-IX-2019).

En su homilía, el Papa evocó la iniciativa de la Palabra de Dios al crear el mundo, y su amor al habernos elegido en Cristo, su Palabra eterna. Si en el Antiguo Testamento Dios nos habló por los profetas, al llegar la plenitud de los tiempos, esa Palabra se ha cumplido: ya no es una promesa, sino que se ha realizado (cf. Lc 4, 21). Ahora, “por obra del Espíritu Santo habitó entre nosotros y quiere hacernos su morada, para colmar nuestras expectativas y sanar nuestras heridas”.

Como aquellos judíos que le contemplaban en la sinagoga de Nazaret, teniendo sus ojos fijos en Él (cf. Lc 4, 20), también nosotros deberíamos ser capaces de captar su la radical novedad de esta Palabra que es Cristo. En ella, propone Francisco, podemos contemplar dos aspectos unidos entre sí: “la Palabra revela a Dios y la Palabra nos lleva al hombre. Ella esta en el centro, revela a Dios y nos lleva al hombre”.


La Palabra reveladora de Dios

Primero, la Palabra revela a Dios. “Nos revela el rostro de Dios como el de Aquel que se hace cargo de nuestra pobreza y le preocupa nuestro destino”. No como un tirano que se encierra en el cielo, ni como un frío observador indiferente e imperturbable, un dios neutral e indiferente. Es el “Dios con nosotros”, Palabra hecha carne, que toma partido a nuestro favor y se involucra y compromete con nuestro dolor, el “Espíritu Amante” del hombre.

Como portavoz cualificado de esa Palabra en la Iglesia, Francisco se dirige a sus oyentes, a cada uno de nosotros, personalmente:

“Él es un Dios cercano, compasivo y tierno, quiere aliviarte de las cargas que te aplastan, quiere caldear el frío de tus inviernos, quiere iluminar tus días oscuros, quiere sostener tus pasos inciertos. Y lo hace con su Palabra, con la que te habla para volver a encender la esperanza en medio de las cenizas de tus miedos, para hacer que vuelvas a encontrar la alegría en los laberintos de tus tristezas, para llenar de esperanza la amargura de tus soledades. Él te hace caminar, no dentro de un laberinto, más bien por el camino, para encontrarlo cada día”.

Y por eso nos pregunta Francisco si llevamos en el corazón y transmitivos en la Iglesia esta “imagen” verdadera de Dios, envuelta en la confianza, misericordia y alegría de la fe. O si, por el contrario, le vemos y mostramos de un modo riguroso, envuelto en miedo, como un falso ídolo que ni nos ayuda ni ayuda a nadie.


La Palabra nos lleva a los demás

En segundo lugar, la Palabra nos lleva al hombre. Cuando comprendemos que Dios es compasivo y misericordioso, vencemos la tentación de una religiosidad fría y exterior, que no toca ni transforma la vida. “La Palabra nos impulsa a salir fuera de nosotros mismos para ponernos en camino al encuentro de los hermanos con la única fuerza humilde del amor liberador de Dios”.
Esto es lo que hizo y dijo Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando reveló que “Él es enviado para ir al encuentro de los pobres - que somos todos nosotros - y liberarlos”. No vino a entregar una serie de normas sino a liberarnos de las cadenas que nos aprisionan el alma. “De este modo nos revela cuál es el culto que más agrada a Dios: hacernos cargo del prójimo”.

De ahí que la Palabra de Dios se opone a la rigidez: “La rigidez no nos cambia solo nos esconde, la Palabra de Dios nos cambia”. Penetra en el alma como una espada (cf. Hb 4,12): por una parte consuela, revelándonos el rostro de Dios; por otra parte provoca y sacude, mostrándonos nuestras contradicciones y poniéndonos en crisis. “No nos deja tranquilos, si quien paga el precio de esta tranquilidad es un mundo desgarrado por la injusticia y el hambre, y quienes sufren las consecuencias son siempre los más débiles. (…) La Palabra pone en crisis esas justificaciones nuestras que siempre hacen depender aquello que no funciona del otro o de los otros”.

El Papa no habla de teorías: “Cuánto dolor sentimos al ver morir en el mar a nuestros hermanos y hermanas porque no los dejan desembarcar”.

Continúa metiendo la espada en el alma: “La Palabra de Dios nos invita a salir al descubierto, a no escondernos detrás de la complejidad de los problemas, detrás del 'no hay nada que hacer' o del '¿qué puedo hacer yo?' o del 'es un problema de ellos o de él'. Nos exhorta a actuar, a unir el culto a Dios y el cuidado del hombre”.
Además de la rigidez, que para Francisco es típica del pelagianismo moderno, también a la Palabra de Dios se opone toda “espiritualidad angélica” o desencarnada, propia de los movimientos neo-gnósticos. Con una expresión bien gráfica la describe el Papa: “Una espiritualidad que nos pone ‘en órbita’ sin cuidar de nuestros hermanos y hermanas”.

En cambio: “La Palabra que se ha hecho carne (cf. Jn 1,14) quiere encarnarse en nosotros. No nos aleja de la vida, sino que nos introduce en la vida, en las situaciones de todos los días, en la escucha de los sufrimientos de los hermanos, del grito de los pobres, de la violencia y las injusticias que hieren la sociedad y el planeta, para no ser cristianos indiferentes sino laboriosos, cristianos creativos, cristianos proféticos”.
La Palabra de Dios no es letra muerta, sino espíritu y vida. Citando a Madeleine Delbrêl (mística francesa que trabajó en los ambientes obreros de Paris, falleció en 1964 y actualmente está en proceso de beatificación) dice Francisco que “Las condiciones de la escucha que reclama de nosotros la Palabra del Señor son las de nuestro ‘hoy’: las circunstancias de nuestra vida cotidiana y las necesidades de nuestro prójimo” (La alegría de creer, Santander 1997, 242-243).

Todo ello nos compromete, señala el Papa, primero a poner la Palabra de Dios en el centro de la pastoral, a escucharla y desde ahí a escuchar y atender las necesidades de los demás.

 

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