sábado, 2 de diciembre de 2023

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Quien reza "Padre" es un nosotros

(Imagen: F. Skarbina, Oración de la tarde, h. 1890)

¿Qué tiene que ver la oración personal, la de cada uno, con la Iglesia? Podría parecer que son dos realidades independientes, pero en la perspectiva cristiana, no es así; sino que se reclaman una a la otra. Y esto tiene importantes consecuencias.

En un texto sobre la teología de san Cipriano (*), muestra Joseph Ratzinger que la filiación divina, tal como se presenta en el Padrenuestro, tiene una importante dimensión eclesial o eclesiológica. Y esa dimensión debe traducirse en el amor y el servicio efectivo a los hermanos más necesitados. Pues en el prójimo, como miembro (al menos potencial) del cuerpo de Cristo, Dios se nos hace presente. Y “para san Cipriano el hablar de Dios es siempre un hablar sobre la Iglesia, así como el hablar sobre la Iglesia conlleva siempre también hablar sobre Dios”.
 
Es un “nosotros” quien reza: “Padre”

La Iglesia es el punto central por antonomasia de la teología de Cipriano. Se empiece por donde se quiera, siempre se vuelve sobre ella. Tomemos, por ejemplo, la invocación en la oración del Señor, en el padrenuestro. Mientras la teología actual se asombra ante la idea de paternidad y reflexiona sobre esa palabra ‘padre’, el asombro de Cipriano se produce ante ‘nuestro’. Es un nosotros quien le dice padre a Dios; y todavía más: un nosotros constituido por hijos de Dios, pues quien puede llamar padre a Dios, ha de ser él mismo hijo.

Ahora bien, si es la comunidad de los creyentes la representada por ese nosotros, entonces ella es también la comunidad de los hijos de Dios. En este pasaje indica Cipriano que con esto queda reemplazada la antigua comunidad familiar de Dios, el pueblo judío. La sencilla palabra de la oración tiene, por tanto, una determinada posición histórico-salvífica. No es la llamada de un alma que no conoce nada fuera de Dios y de sí misma, no es una llamada que pueda entenderse independientemente de cualquier concreción espacio-temporal, sino que está ligada en toda su extensión a una realidad concreta y tangible, jurídicamente transferida: el nosotros de los hijos de Dios”.


La Iglesia: el “nosotros” de los hijos de Dios

Notemos que el teólogo Ratzinger, guiado por san Cipriano, argumenta no solo desde “el contenido” que conocemos del Padrenuestro; sino desde la realidad de la misma oración de Cristo. Es importante caer en la cuenta que su oración llevaba consigo anticipadamente nuestra oración –la oración de los cristianos–. Y eso hace posible que también ahora nuestra oración se siga “insertando” en la suya.

Joseph Ratzinger explica luego que la unidad entre Cristo y los cristianos fue especialmente desarrollada, después de san Cipriano, por los Padres griegos: Cristo “asumió” –llevó consigo para salvarlo– a todo el género humano, a cada uno de los hombres y a todo lo humano, menos el pecado. San Cipriano se sitúa así entre las ideas de san Pablo sobre la Iglesia, cuerpo de Cristo –que no es solo Cabeza de la Iglesia sino también “segundo Adán” que redime a todos y cada uno de los hombres y al cosmos mismo– y la gran patrística griega, que ve a Cristo glorioso asumiendo en sí a todo el género humano. Pero San Cipriano se fija en el cuerpo de los cristianos, en su oración y en sus vidas unidas a la de Cristo.

“Hay un motivo interno para esto. Pues a los hijos les ha concedido el llamar padre y la filiación mismaaquel que es el hijo de Dios: Jesucristo. Mas Cristo nos llevó en sí a todos nosotros. Su oración no fue nunca sólo ‘su’ oración, sino que en él orábamos todos nosotros. Y en nuestro orar ha de prologarse ese rezar todos juntos. En el lugar del todos ‘juntos’ –digamos prefigurativo– en el Cristo histórico, se coloca ahora, pues vivimos nosotros mismos, el ‘juntos’ real de nuestro orar comunitario. La oración de los cristianos tiene su centro, por tanto, en la oración de Cristo, es su despliegue en la historia. Nuevamente lo que tenemos aquí es la unidad de los cristianos con Cristo —o más bien, y en eso consiste la novedad, la unidad de Cristo con los cristianos. Antes de que nosotros fuésemos, ya era Cristo uno con nosotros. Antes de que nosotros fuésemos, ya llevaba Cristo en sí el nosotros de nuestra comunidad. (…) Por tanto, el cuerpo de Cristo, del Cristo histórico, es aquí ya, en un sentido real, la comunidad de la Iglesia –la cual, a su vez, no es sino el despliegue temporal de lo encerrado en él. Quizá se mezcla levemente algo de esta comprensión del cuerpo cuando Cipriano, siguiendo a Pablo, designa como miembros de Cristo los cuerpos de los cristianos”.


El “nosotros” de la Iglesia abarca especialmente a los más necesitados

(Ratzinger muestra que las ideas de san Cipriano sobre la Iglesia se diferencian de las de los Padres griegos. Estos contemplan sobre todo a Cristo glorioso. Cipriano en cambio ve a la Iglesia prefigurada e incluida en germen, ya en la oración “terrena” de Cristo. Y se fija en los miembros del cuerpo de Cristo –los cristianos– todavía peregrinando en la tierra, con frecuencia muy necesitados de ayuda).

“Quizá no percibimos en ninguna parte con tanta intensidad todo el peso que alcanza la comunidad concreta en el pensamiento de Cipriano como en la carta a los obispos de Numidia, un escrito que fue enviado junto con una considerable suma, con la que Cipriano quería colaborar al rescate de los hermanos y hermanas cristianos prisioneros de los bárbaros. Partiendo de la unidad corpórea de los cristianos (en cualquier forma en que ésta sea entendida), Cipriano saca la consecuencia de que el ayudar a los hermanos necesitados no es sólo un deber de caridad, sino una exigencia religiosa. (…) Podríamos decir: el prójimo, como miembro del cuerpo de Cristo, no es sino Dios hecho presente —es decir, la forma como Dios se nos acerca en este eón. El hablar de Dios es siempre para Cipriano también un hablar sobre la Iglesia, así como el hablar sobre la Iglesia conlleva siempre también hablar sobre Dios”.


La dimensión eclesiológica del humanismo cristiano

(Así, entiende Ratzinger, san Cipriano se revela como gran apologeta o defensor del cristianismo. Presenta, ante los paganos, un humanismo más pleno, que es el cristiano; más pleno, tanto espiritualmente, como antropológica y socialmente, diríamos hoy).

“Lo que aquí encontramos –observa Joseph Ratzinger– es un humanismo de un orden mayor. Partiendo de este conocimiento de la alta dignidad humana del ser cristiano, Cipriano puede también presentarse ante los paganos como apologeta. (…) Cipriano subraya la espiritualidad e interioridad de la relación cristiana con Dios, pero, a la vez, muestra también el lugar concreto de esta relación con Dios en el culto cristiano”. También de esta manera, apunta Ratzinger, Cipriano ayudó a la formación de San Agustín y su gran reflexión sobre el sentido cristiano de la historia y de la Iglesia en su obra La ciudad de Dios.

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En definitiva, la oración cristiana, enraizada e incorporada a la de Cristo, se entiende desde la filiación divina y la fraternidad en Él.

Sea más o menos consciente de ello o no consciente en absoluto, hasta la oración más sencilla de un cristiano que alaba a Dios, le da gracias, le pide perdón e intercede por otros, esa oración se sitúa en una historia, en un cuerpo, en un hogar –en último término, el corazón de Cristo– al que pertenecemos.

Y por eso, la oración, que es siempre “en Cristo y en la Iglesia”, pide la caridad efectiva. No como un “deber”, sino en coherencia con la realidad de lo que somos: miembros de cuerpo, al que están llamadas todas las personas.

Esto significa también que la oración cristiana no es algo individualista y espiritualista, propia de quien desea escapar de la realidad, del mundo y de los problemas de la gente. Al contrario, es el diálogo, con nuestro Padre Dios, desde nuestra conciencia de ser miembros de la familia y del cuerpo mismo de Jesús, que preside e impulsa nuestra oración por medio del Espíritu Santo. La oración afecta a toda nuestra vida, con las alegrías y las penas de cada día, nuestras y de quienes nos rodean. Todo esto es algo que se aprende haciendo oración, pero también es necesario enseñarlo. 

La oración se sitúa así en el centro del verdadero culto cristiano, que va desde la adoración a Dios hasta el servicio a los demás. Y a la vez, es la semilla de un pleno humanismo, tal como propone el mensaje cristiano, también para los desafíos y las interconectadas crisis actuales, a nivel social, cultural y educativo.


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(*) Cf. J. Ratzinger, “Las derivaciones de la idea de Iglesia en la teología de Cipriano”, en Id., Obras Completas, vol. I: Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia (1ª ed. al. 1954), Madrid 2015, 122-126.

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