miércoles, 27 de diciembre de 2023

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El misterio del templo en el Apocalipsis

(Imagen: belén en la catedral de León, España)

¿Qué es un templo y qué significa? ¿Es lo mismo el templo cristiano que otros templos? ¿Qué tiene que ver el templo con la vida corriente de un cristiano en el día a día? ¿Qué sentido tienen los ritos, los sacrificios, los sacramentos y el sacerdocio en la Iglesia católica? 

Son algunas de las preguntas que se planteaba Yves Congar, cuando escribió, en 1958 un libro que se tituló “El misterio del templo”. En él explica que el plan salvífico de Dios incluye su progresivo hacerse presente en sus criaturas. Y los templos son medios para eso.  

La fase final de ese proceso está expresada en el libro del Apocalipsis. Ahí se describe, de forma bella y dinámica, fuertemente simbólica y a la vez paradójica, que el templo o mejor el “no-templo” (porque se dice que allí no hay templo, o por lo menos no existirá ningún templo como los que históricamente se hayan podido conocer) será entonces la Iglesia.

A la vez, se la describe como una ciudad (la “nueva Jerusalén”) y una esposa…e incluso una familia, formada por una muchedumbre de todas las razas, pueblos y lenguas. 

Sobre todo, el “nuevo templo” es una Persona (Cristo), y lo demás gira en torno a Él, pero no sin nosotros (1). Veamos cómo lo explica el ilustre teólogo francés.


La nueva Jerusalén

“El Apocalipsis, para hablar del templo (…) lo describe con términos e imágenes que se refieren al Templo de Jerusalén. (…)

El Apocalipsis habla de dos templos, uno celeste y otro terrestre. Durante toda una serie de visiones, hay un templo en el cielo en el que algo ocurre, mientras dura todavía la historia terrena y existe incluso un templo sobre la tierra, en el que también ocurren otras cosas. En un momento dado, se nos anuncia el fin de la historia (…); Juan ve producirse el juicio de las Naciones (20, 11-15) y la aparición después de un nuevo cielo y de una nueva tierra (21, 1); la Jerusalén nueva desciende del cielo (21, 2) y queda instaurada entonces una situación nueva por lo que respecta al templo o a la inhabitación de Dios: hay ciertamente una ciudad, Jerusalén, ‘pero templo no vi en ella, pues el Señor, Dios Todopoderoso, con el Cordero, era su templo’ (21,22) (…).

Notemos en esta Jerusalén nueva del Apocalipsis el cumplimiento de los temas mayores del Antiguo y del Nuevo Testamento. Todo halla su recapitulación: ‘La aplicación de Jerusalén como tipo [imagen o símbolo] al estadio final de la obra de Dios entraña la alianza, la elección, el pueblo, la herencia, las doce tribus, los esponsales divinos, la inhabitación divina. Todo está renovado’ (J. Comblin). (…)

El verdadero templo es Cristo… con nosotros

Hay un solo heredero, un solo realizador de la promesa hecha a David, como un solo heredero, un solo realizador de la promesa hecha a Abraham, pero los fieles están comprendidos [incluidos] dentro de Él, tanto en una como en otra. El templo de Dios es esta única Persona filial y real que es Jesucristo, y nosotros en Él y con Él.

En realidad, es todo el sentido evangélico y apostólico del templo el que ha sido asumido en el Apocalipsis. Su sentido evangélico se manifiesta en esto: Cristo (inmolado y resucitado) es el verdadero templo; su sentido apostólico, en esto: la comunidad de los fieles es el verdadero templo. (…) Cristo es, en San Juan, el Cordero inmolado y victorioso, de cuyo costado mana, como del nuevo Templo, el agua de la vida, es decir, el Espíritu, don propio del a nueva y definitiva alianza (…). La comunidad de los fieles, representada en la tierra como militante y el cielo como una asamblea litúrgica en el término gozoso de su peregrinación, es la inhabitación de Dios. (…)


La Pascua de la Iglesia y del mundo

Aquí abajo, las verdaderas dimensiones del templo de Dios permanecen desconocidas para nosotros y, no obstante, ese templo se edifica en las almas. Pero en el último día, aparecerán manifiestas para el gozo de los amigos de ese Dios cuya obra sobrepasa todo cuanto podamos imaginar. Juan ve a la nueva Jerusalén descender del lado de Dios, cuando va a ser manifiesto todo lo que se ha edificado de lo alto y por la gracia en la creación. Y esta Jerusalén desciende del cielo (…).

En la catolicidad de la Iglesia se da la asunción, la ‘recapitulación’ de todo cuanto hay de válido en el despliegue indefinido de las energías del Primer Adán; hemos señalado también más arriba las dimensiones del templo espiritual y cómo en cierta manera asume al mundo entero y a millares de hombres, que no tuvieron en su pobre vida conocimiento explícito alguno de Jesucristo ni de su Iglesia, y quizá tampoco del mismo Dios. (…)

Lo que se anuncia, pues, en el Apocalipsis es la Pascua de la Iglesia y del Mundo. (…) No sólo será nuestro cuerpo individual el que nos será restituido de lo alto, (…), como morada de la eternidad (cf. 2 Co 5, 1), es el templo espiritual entero, la Iglesia-cuerpo-de-Cristo, el que será restituido de lo alto, nuevo, a imagen del Señor, que, en su Pascua, ha sido su primera piedra. (…)"


La esposa y sus vestiduras

[La Iglesia se representa como una ciudad santa. Ella es a la vez una Esposa “vestida” con las acciones de los santos, sus obras, que les acompañan hasta el final. Y así ellos se convierten no solo en adoradores, sino en “piedras vivas” de ese templo (cf. 1 Pe 2, 4-9), miembros del cuerpo místico de Cristo que entonces ya estará completado. ¡La comunión definitiva de los hijos en el Hijo!]

“La ciudad santa que desciende del lado de Dios es la Esposa, engalanada para sus nupcias. Pero la vestidura de ésta, como hemos visto, está tejida con las buenas acciones de los santos (19, 8); pues a éstos les acompañan sus obras (14, 13). Los que llevan vestiduras blancas, y de quienes ya se dijo que Dios les conducirá a las aguas de la vida y que enjugará sus lágrimas (7, 13-17), son aquellos que vienen de la gran tribulación. Si se reúnen las promesas hechas al ‘vencedor’ en las siete cartas dirigidas a las Iglesias, se verá que corresponden a la felicidad concedida a la nueva Jerusalén, la que desciende del lado de Dios, y cuyo nombre, por lo demás, es grabado sobre ese ‘vencedor’ (3, 12). (…)"


Sentido cristiano del culto

[Así pues, con la imagen de la esposa se dibuja en el Apocalipsis la fase final del culto cristiano, que ya comienza durante la historia y en la vida de cada uno de nosotros.

Todo ello equivale a decir que la Iglesia es, ya durante el tiempo de la historia, el templo espiritual donde se da culto a Dios. Se trata ante todo del “culto espiritual” que surge del corazón de cada cristiano (cf. Rm 12, 1), para hacer de su vida una ofrenda a Dios y un servicio, por amor, los demás. Un “culto” centrado y articulado, junto con lo que aportan los demás, desde el corazón viviente de la Eucaristía.

Durante la historia, en este "templo mesiánico" que es la Iglesia (puesto que en ella vive el Mesías], este culto se da por medio de oraciones, ritos y sacramentos. Todo ello, implica una cierta “exterioridad” respecto a las personas, y tiene un sentido de mediación y preparación, según la pedagogía divina. Después, en el Reino consumado, como aparece simbolizado en el Apocalipsis, el culto a Dios acontecerá de otra manera, totalmente interiorizada y a la vez compartida: será un culto público, manifiesto y patente para todas las criaturas, donde Dios será “todo en todas las cosas” (1 Co 15, 28). Entonces se dará la situación que describe Congar a continuación, donde también cambiarán las formas del sacrificio y del sacerdocio].

“Hay que concluir que todo lo que había aún de exterioridad, de preparación, de mediación, en el culto y el sacerdocio del templo mesiánico [la Iglesia durante la historia] ha desaparecido; no resta sino la realidad final del culto, del sacrificio y del sacerdocio que les corresponde: la ordenación perfectamente sumisa y filial a Dios. Y esta es la esencia más profunda del sacrificio y del sacerdocio”.


Sentido cristiano del sacrificio

[Congar remite aquí al capítulo IV de sus Jalones para una teología del laicado, libro escrito en 1953. Y explica primero, con referencia a santo Tomás de Aquino, cómo se distingue el sacrificio en la etapa histórica de la Iglesia respecto a su etapa final. 

Durante la historia, el sentido cristiano del sacrificio tiene diversos componentes: la penitencia, el ofrecimiento de lo costoso para que en unión con Cristo se convierta en algo sagrado (sacri-ficio), y adquiera valor para colaborar con la obra redentora e interceder por otros; los signos externos de los sacramentos; la acción de gracias y la alabanza a Dios. Luego de todo ello solo quedará solamente la acción de gracias y la alabanza a Dios]

“Es evidente que el culto sacrificial de los hombres pecadores y de la Iglesia en su estado itinerante [la Iglesia peregrina durante la historia] comporta: 1º un valor expiatorio [de reparación y penitencia, sacrificio y purificación por uno mismo y los demás]; 2º un carácter sacramental visible y colectivo. En el cielo, dice Santo Tomás, no habrá más que ‘gratiarum actio et vox laudis’ (Is 51, 3) [acción de gracias y voz de alabanza]”


Sentido del sacerdocio cristiano

[Respecto al sacerdocio, en la Iglesia, es participación del sacerdocio de Cristo, y ello en dos modos: sacerdocio común, que está, cabría decir, en la sustancia del ser cristiano, y sacerdocio ministerial que está al servicio del primero. La finalidad es que todos den culto a Dios, y por eso el sacerdocio común es prioritario. Por tanto, este culto a Dios que es la finalidad de la Iglesia, y en cierto sentido, de todo lo que existe, es el sentido del sacerdocio real que, según la primera carta de san Pedro, tienen todos los fieles bautizados: el sacerdocio común de los cristianos.

Pero no se trata, ya desde ahora, solamente de dar culto a Dios como adoradores que lo alaban “desde fuera”; sino que nosotros mismos, los cristianos, formamos parte de ese templo en cuanto que somos piedras vivas del nuevo templo que es el Cordero. Todo esto comienza ya en nuestra vida terrena y se consuma después. El templo definitivo (que empieza ya en la historia, con nuestra colaboración) ya no es un edificio de piedra, sino que es la Voluntad de Dios, es decir, su mismo amor expandido en nosotros y en el cosmos renovado. Y, atención, recibiendo Él de todo lo nuestro, no solo nuestras oraciones, alabanzas y sacrificios, una vez purificados y perfeccionados, sino también de nuestras obras, actividades y trabajos, de todo lo que compone nuestra vida ordinaria, en las familias, con los amigos, en las actividades sociales y culturales; pues Dios no desea aniquilar nada de lo que habremos trabajado en este mundo.

Más aún: “Todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 39).

Tal será el reino de Dios ya consumado y definitivo, el trono donde Dios reine para siempre con nosotros.

Así lo explicará Congar, hablando de esta realidad del culto cristiano, que consiste en la “ordenación filial a Dios”, y que es, según hemos leído, “la esencia más profunda del sacrificio y del sacerdocio”. Todo ello, como decimos, tiene que ver con lo que los Padres de la Iglesia llamaban el “culto espiritual” y que lleva a convertir toda la vida, también las actividades cotidianas, en ofrenda a Dios y en servicio, por amor, a los demás. Esto significa que toda la vida cristiana, incluyendo las actividades familiares, laborales y sociales, tiene una profunda y gozosa dimensión litúrgica. Pero leamos las palabras mismas de Congar].


El sacerdocio real (regio) del cristiano

“Esta realidad –continúa Congar– no solo da razón del sentido cristiano del sacrificio, sino que “da razón, al mismo tiempo, del carácter real de nuestro sacerdocio, en el sentido en que lo hemos hecho nosotros al comentar la I Petri. (…) Entonces, si el templo es la Voluntad de Dios, es decir, su trono, resulta insuficiente decir que los elegidos son en él como adoradores y celebrantes; es necesario reconocer que son también en cierto modo el templo, sí, y no solamente en el sentido de que la comunidad de los fieles es el templo en el que Dios habita, sino en el mismo sentido en que se dice que en la eternidad no hay ya templo, porque el Señor, el Dios todopoderoso, con el Cordero, es el templo. Dios mismo ha venido a ser verdaderamente una casa de oración para todos los pueblos (cf. Mc 11, 17) [254-255) (…)

Que Dios mismo sea nuestro templo quiere decir –entre Él y nosotros– una inhabitación mutua, una comunión, un comercio, en el que encontramos nuestra saciedad y plenitud de bienaventuranza. Lo que es verdadero en la eternidad de las relaciones del Padre, y del Hijo, ‘todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío’ (Jn 17, 10), en adelante se realiza eternamente entre el Padre y sus hijos de adopción. Vueltos a casa del padre, son ellos los colmados: conocen la verdad de esa relación familiar que Jesús expresó en la parábola del hijo pródigo con las siguientes palabras: ‘Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos’ (Lc 15, 21). (…)

Ya se trate del templo, del sacrificio o del sacerdocio, el designio de Dios se orienta a una comunión en la que sea sobrepasada, tanto cuanto sea posible sin absurda confusión en el ser y sin panteísmo, la dualidad –y, por tanto, la exterioridad– del hombre y Dios”.

[Así, la filiación divina que recibimos los cristianos con el bautismo, y que al mismo tiempo nos incorpora al Cuerpo místico de Cristo, se despliega durante la vida de los cristianos que buscan la santidad y se preocupan por el bien espiritual y material de los demás; esto acontece necesariamente en el desarrollarse del misterio de la Iglesia, de su edificación y de su misión.

La consumación de esa realidad es la “liturgia” del cielo, el culto definitivo en torno a Cristo, de todos los santos; y, junto con ellos, la presencia del mundo creado una vez renovado, “un cielo nuevo y una tierra nueva” de que habla el Apocalipsis (21, 1). Dicho en una sola palabra: la Iglesia, en su fase consumada y definitiva, como la llama el Concilio Vaticano II: Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo (Lumen gentium, 17).

En definitiva: durante la historia tenemos los templos de piedra, tanto las sublimes catedrales como las pequeñas iglesias rurales. Todos ellos, son, además de morada especial de Dios, símbolos de este "templo espiritual" (el misterio de la Iglesia) que Dios va edificando con nuestra pequeña colaboración. Y que tendrá, cuando se acabe la historia, una fase definitiva: la comunión entre Dios y los santos en un mundo nuevo, ya para siempre].

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(1) Cf. Y. Congar, El misterio del templo. Economía de la presencia de Dios en su criatura, del Génesis al Apocalipsis, Barcelona 1964, 228-257.


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