En el prólogo del libro de K. Delahaye, “Ecclesia Mater en los Padres de la Iglesia de los tres primeros siglos” (*) desarrolla Yves Congar el tema de la maternidad de la Iglesia, vista desde los cristianos mismos. Es decir, los cristianos no solo son hijos de la Iglesia, sino que participan de su maternidad: están llamados a ser espiritualmente “madres”, capaces de engendrar a la Iglesia en otros.
La Iglesia no solo “hace” a los fieles, sino que también “es hecha” por ellos
(Congar se fija en el argumento de san Agustín sobre la unidad de la Iglesia, unidad de amor causada por el Espíritu Santo).
“Si se mira a los cristianos aisladamente, dice Agustín, todos y cada uno son hijos de la Iglesia. Si se los considera en la unidad que forman, en esta unitas cuyo principio es la caridad y el Espíritu Santo, entonces todos ejercen, en y por esta misma unidad, una maternidad espiritual: son ellos, es su unitas la que juzga rectamente, la que perdona los pecados y ejerce el poder de las llaves…, porque esta unidad es el lugar en el que habita y obra el Espíritu Santo. San Agustín va, pues, muy lejos en el camino abierto por la Tradición: no porque empuje en un sentido populista o democrático. Estamos lejos de ello: se trata más bien, en él, de una teología de la unitas o, lo que viene a ser lo mismo, del Espíritu Santo”.
(Desde ahí, subraya Congar que para los Padres, la Iglesia son, sencillamente los cristianos. Y no solo la Iglesia “hace” a los cristianos, cuando los bautiza; sino que también ellos “hacen” la Iglesia. ¿En qué sentido? En cuanto que, por su amor y su oración por los demás, por su apostolado, los cristianos colaboran en “engendrar” a Cristo espiritualmente en otros).
“La Iglesia, para los Padres –observa Congar–, era ‘el nosotros de los cristianos’. K. Delahaye lo muestra abundantemente para los Padres de los tres primeros siglos. (…) Es san Jerónimo quien escribe: ‘La Iglesia de Cristo no es otra cosa que las almas de los que creen en Cristo’ (Tract Ps. 86.). En la eclesiología jurídica de la época moderna, el aspecto según el cual la Iglesia es hecha por los fieles está casi enteramente olvidado en beneficio, prácticamente exclusivo, del aspecto según el cual ella hace a los fieles. A la Iglesia se la ve como la realidad suprapersonal, mediadora de la salvación de Cristo en beneficio de los hombres: estos no son más que sus hijos, y ella está por encima de ellos; de los dos momentos de la dialéctica en la que los Padres pensaban la maternidad de la Iglesia, se ha quitado aquel según el cual los fieles aparecen como engendrando la Iglesia, como lo decía San Beda (“Nam et ecclesia quotidie gignit ecclesiam” [Explan. Apocal lib. II: PL 93, 166 D]. =Pues la Iglesia cada día se engendra a sí misma).
Un “doble escalón” de servicio
(En la capacidad de los cristianos de “engendrar” para la Iglesia a otros, por medio de su amor y de su oración, ve Congar una poderosa “arma” cristiana y evangelizadora.
Esa capacidad de anunciar a Cristo a otros proviene de que los cristianos son un Pueblo sacerdotal.
Pues bien, ese pueblo sacerdotal está internamente estructurado con una doble participación en el sacerdocio de Cristo: el sacerdocio común de los fieles –todo bautizado es realmente sacerdote, no solo miembro del cuerpo de Cristo, sino partícipe de su mediación como sacerdote, rey y profeta–; al servicio del sacerdocio común se sitúa el sacerdocio ministerial.
De modo que cabe hablar de un “doble escalón” de servicio a la salvación. Dentro de la Iglesia, los ministros sagrados sirven a todos los fieles; y “hacia fuera”, toda la Iglesia sirve al mundo, como un “único sujeto” de acción evangelizadora: un pueblo todo él sacerdotal, capaz de hacer de padre y de madre de aquellos que van a nacer y crecer en esa comunión con Dios que es la Iglesia, vida en Cristo por el Espíritu Santo.
Así lo explica Congar: para acometer la renovación pastoral que desea el concilio Vaticano II, es necesario poner como fundamento que la Iglesia no es ante todo la jerarquía (los obispos y los sacerdotes que enseñan la doctrina de la fe, administran los sacramentos y gobiernan y representan a la Iglesia institucionalmente), sino la comunidad de los fieles en Cristo.
Como es sabido, durante el concilio Vaticano II, en el proceso de redacción de la constitución dogmática Lumen gentium hubo un importante cambio. Un primer esquema veía el Misterio de la Iglesia (capítulo I) realizado primero por la jerarquía capítulo II) y luego, gracias a la jerarquía, por los fieles (III). Se cambió por otro esquema que explica que el Misterio de la Iglesia (capitulo I) vive en todo el pueblo de Dios (capítulo II), y dentro y al servicio del pueblo de Dios, se sitúa la jerarquía (capítulo III). Esto fue considerado un “giro copernicano”. Efectivamente, porque así se ponía fin a una manera (clerical) de entender la Iglesia durante siglos)
Así dice Congar: “La renovación pastoral de la que puede tratarse aquí (…) debe comenzar por una toma de conciencia renovada, a la vez crística y constructiva, de lo que es la Iglesia. ¿Qué queremos designar cuando pronunciamos esta palabra? ¿Simplemente la realidad suprapersonal, la institución en la que ponemos por obra los medios de salvación que existen como fuera de nosotros: doctrina, sacramentos, disciplina de vida cristiana y reglas clesiásticas, o más bien la comunidad de los fieles, hecha de hombres que se convierten al Evangelio y arrastran a otros en este camino? (…)"
Primero, la existencia cristiana…
"Los términos en los que la Sagrada Escritura habla del Sacerdocio real son términos corporativos: expresan una cualidad o una dignidad que convienen al cuerpo de los cristianos como tal, y que son la cualidad o la dignidad de un pueblo consagrado a la obra de Dios (remite a L. Cerfaux, “Regale sacerdotium” en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 28 [1939] 5-39). Esta doctrina del valor sacerdotal y consagrado de todo el pueblo de los fieles, ampliamente restaurada hoy a nivel de las ideas teóricas, es el fundamento real de todo lo que tenemos que decir y que puede resumirse así: todos los fieles forman corporativamente, con sus sacerdotes, un único sujeto de acción por la cual se edifica el Cuerpo de Cristo. (…)”
(En la capacidad de los cristianos de “engendrar” para la Iglesia a otros, por medio de su amor y de su oración, ve Congar una poderosa “arma” cristiana y evangelizadora.
Esa capacidad de anunciar a Cristo a otros proviene de que los cristianos son un Pueblo sacerdotal.
Pues bien, ese pueblo sacerdotal está internamente estructurado con una doble participación en el sacerdocio de Cristo: el sacerdocio común de los fieles –todo bautizado es realmente sacerdote, no solo miembro del cuerpo de Cristo, sino partícipe de su mediación como sacerdote, rey y profeta–; al servicio del sacerdocio común se sitúa el sacerdocio ministerial.
De modo que cabe hablar de un “doble escalón” de servicio a la salvación. Dentro de la Iglesia, los ministros sagrados sirven a todos los fieles; y “hacia fuera”, toda la Iglesia sirve al mundo, como un “único sujeto” de acción evangelizadora: un pueblo todo él sacerdotal, capaz de hacer de padre y de madre de aquellos que van a nacer y crecer en esa comunión con Dios que es la Iglesia, vida en Cristo por el Espíritu Santo.
Así lo explica Congar: para acometer la renovación pastoral que desea el concilio Vaticano II, es necesario poner como fundamento que la Iglesia no es ante todo la jerarquía (los obispos y los sacerdotes que enseñan la doctrina de la fe, administran los sacramentos y gobiernan y representan a la Iglesia institucionalmente), sino la comunidad de los fieles en Cristo.
Como es sabido, durante el concilio Vaticano II, en el proceso de redacción de la constitución dogmática Lumen gentium hubo un importante cambio. Un primer esquema veía el Misterio de la Iglesia (capítulo I) realizado primero por la jerarquía capítulo II) y luego, gracias a la jerarquía, por los fieles (III). Se cambió por otro esquema que explica que el Misterio de la Iglesia (capitulo I) vive en todo el pueblo de Dios (capítulo II), y dentro y al servicio del pueblo de Dios, se sitúa la jerarquía (capítulo III). Esto fue considerado un “giro copernicano”. Efectivamente, porque así se ponía fin a una manera (clerical) de entender la Iglesia durante siglos)
Así dice Congar: “La renovación pastoral de la que puede tratarse aquí (…) debe comenzar por una toma de conciencia renovada, a la vez crística y constructiva, de lo que es la Iglesia. ¿Qué queremos designar cuando pronunciamos esta palabra? ¿Simplemente la realidad suprapersonal, la institución en la que ponemos por obra los medios de salvación que existen como fuera de nosotros: doctrina, sacramentos, disciplina de vida cristiana y reglas clesiásticas, o más bien la comunidad de los fieles, hecha de hombres que se convierten al Evangelio y arrastran a otros en este camino? (…)"
Primero, la existencia cristiana…
"Los términos en los que la Sagrada Escritura habla del Sacerdocio real son términos corporativos: expresan una cualidad o una dignidad que convienen al cuerpo de los cristianos como tal, y que son la cualidad o la dignidad de un pueblo consagrado a la obra de Dios (remite a L. Cerfaux, “Regale sacerdotium” en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 28 [1939] 5-39). Esta doctrina del valor sacerdotal y consagrado de todo el pueblo de los fieles, ampliamente restaurada hoy a nivel de las ideas teóricas, es el fundamento real de todo lo que tenemos que decir y que puede resumirse así: todos los fieles forman corporativamente, con sus sacerdotes, un único sujeto de acción por la cual se edifica el Cuerpo de Cristo. (…)”
(Congar se muestra aquí como perito del Concilio Vaticano II, en el que estaba trabajando cuando escribe esto. En la asamblea conciliar se tomó especial conciencia, por decirlo con términos de Pedro Rodríguez, de la “prioridad sustancial” de los fieles y a la vez de la “prioridad funcional” de la jerarquía; y juntos, fieles y pastores, al servicio de la salvación de todos los hombres. Es el “doble escalón” del servicio salvífico, del que hablábamos antes. Los cristianos, hijos de Dios, son hechos por el bautismo capaces de participar de la paternidad –con entrañas de maternidad– de Dios mismo. Y a la vez, viven como hermanos entre sí y anuncian a todos los hombres la maravillosa oferta de la filiación divina y de la fraternidad cristiana como plenitud de la vida humana y social).
…Y, a su servicio, la jerarquía
“Para esto –insiste Congar– es necesario simplemente, en lugar de situar primero y por sí misma la estructura jerárquica, considerar en primer lugar la existencia cristiana, lo que podría llamarse la ontología o la antropología cristiana. Luego, situar la estructura jerárquica en esta ontología o antropología cristiana, como un servicio a aquella. ¿No es lo que hace san Pablo? (se refiere concretamente a Eph 4, 12) (…) Esta obra del ministerio o de la diaconía, que san Pablo define por su término, la edificación del cuerpo de Cristo, es atribuida a todos los ‘santos’. No está reservada al ministerio instituido, que tiene por función, más precisamente, estructurarla u organizarla. (…)
La paternidad o la maternidad espiritual engendra la fe, animada por la caridad: lleva a participar en los mismos bienes que uno mismo posee como hijo de Dios; se consuma así en una fraternidad plena. Algo de esto existe ya en la paternidad humana, y es lo que proporciona su verdad al proverbio árabe, más difícil de realizar, por otra parte, que de enunciar: ‘Cuando tu hijo haya crecido, haz de él tu hermano’. Pero aquí la urgencia es mucho mayor, la verdad más profunda: el Pueblo de Dios es un pueblo de hermanos bajo un mismo Padre, en el que los que han sido establecidos como conductores de los otros les comunican todo lo que es su vida y su tesoro, guardando (para sí) solamente una dignidad y una función que les constituyen solamente en mayores servidores”.
---------------
(*) Y. Congar, “Préface”, en K. Delahaye, ‘Ecclesia Mater’ chez les Pères des trois premiers siècles. Pour un renovellement de la Pastorale d’aujourd’hui, Paris 1964, 7-32.
Esclarece el fuerte arraigo del clericalismo
ResponderEliminarAsí es, gracias.
ResponderEliminar