(Imagen: Apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29-IX-1963)
(En su alocución en la apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II (29-IX-1963), Pablo VI expuso los fines principales del Concilio Vaticano II (*) Significativo es el punto partida: la contemplación de Cristo, Verbo encarnado)
“Es conveniente, a nuestro juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística celebración, que confiesa que Él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios y el hijo del Hombre, el Mesías del mundo, esto es, la esperanza de la humanidad y su único supremo Maestro. Él el Pastor, Él el Pan de la vida, Él nuestro Pontífice y nuestra Víctima. Él el único Mediador entre Dios y los hombres, Él el Salvador de la tierra, Él el que ha de venir Rey del siglo eterno; visión que declara que nosotros somos sus llamados, sus discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus representantes, y junto con los demás fieles, sus miembros vivos, entrelazados en el inmenso y único Cuerpo místico, que Él, mediante la fe y los sacramentos, se va formando en el sucederse de las generaciones humanas, su Iglesia, espiritual y visible, fraterna y jerárquica, temporal hoy y mañana eterna.
“Es conveniente, a nuestro juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística celebración, que confiesa que Él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios y el hijo del Hombre, el Mesías del mundo, esto es, la esperanza de la humanidad y su único supremo Maestro. Él el Pastor, Él el Pan de la vida, Él nuestro Pontífice y nuestra Víctima. Él el único Mediador entre Dios y los hombres, Él el Salvador de la tierra, Él el que ha de venir Rey del siglo eterno; visión que declara que nosotros somos sus llamados, sus discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus representantes, y junto con los demás fieles, sus miembros vivos, entrelazados en el inmenso y único Cuerpo místico, que Él, mediante la fe y los sacramentos, se va formando en el sucederse de las generaciones humanas, su Iglesia, espiritual y visible, fraterna y jerárquica, temporal hoy y mañana eterna.
Si nosotros, venerables hermanos, colocamos delante de nuestro espíritu esta soberana concepción de que Cristo es nuestro Fundador, nuestra Cabeza, invisible pero real, y que nosotros lo recibimos todo de Él; que formamos con Él el ‘Cristo total’ del que habla San Agustín y del que está penetrada toda la teología de la Iglesia, podremos comprender mejor los fines principales de este Concilio, que, por razones de brevedad y de mejor inteligencia, reduciremos a cuatro puntos: el conocimiento, o si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo”.
El conocimiento o la conciencia de la Iglesia
(En este primer fin, que Pablo VI señalaba como objetivo para la Iglesia –su toma de conciencia sobre su propio ser y misión, para poder decir “lo que ella piensa de sí misma”– se puede reconocer el que meses después sería el primero de los temas de su encíclica programática Ecclesiam suam (6-VIII-1964): la autoconciencia de la Iglesia. Pablo VI compara a la Iglesia con una persona que va reflexionando sobre sí misma a lo largo de su vida, para comprenderse y expresarse mejor. Y lo hace la Iglesia desde su adhesión a Cristo y con la ayuda del Espíritu Santo)
“Está fuera de duda que es deseo, necesidad y deber de la Iglesia, que se dé finalmente una más meditada definición de sí misma. Todos nosotros recordamos las magníficas imágenes con que la Sagrada Escritura nos hace pensar en la naturaleza de la Iglesia, llamada frecuentemente el edificio construido por Cristo, la casa de Dios, el templo y tabernáculo de Dios, su pueblo, su rebaño, su viña, su campo, su ciudad, la columna de la verdad, y, por fin, la Esposa de Cristo, su Cuerpo místico. La misma riqueza de estas imágenes luminosas ha hecho desembocar la meditación de la Iglesia en un reconocimiento de sí misma como sociedad histórica, visible y jerárquicamente organizada pero vivificada misteriosamente. (…)
No hay por qué extrañarse si después de veinte siglos de cristianismo y del gran desarrollo histórico y geográfico de la Iglesia católica y de las confesiones religiosas que llevan el nombre de Cristo y se honran con el de Iglesias, el concepto verdadero, profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la fundó y los Apóstoles la comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones. (…)
Nos parece que ha llegado la hora en la que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada, organizada y formulada, no, quizá, con los solemnes enunciados que se llaman definiciones dogmáticas, sino con declaraciones que dicen a la misma Iglesia con el magisterio más vario, pero no por eso menos explícito y autorizado, lo que ella piensa de sí misma. Es la conciencia de la Iglesia la que se aclara con la adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, con el recuerdo sagrado de la enseñanza autorizada de la tradición eclesiástica y con la docilidad a la iluminación interior del Espíritu Santo, que parece precisamente querer hoy de la Iglesia que haga todo lo posible para ser reconocida verdaderamente tal cual es.
Y creemos que en este Concilio Ecuménico el Espíritu de verdad encenderá en el cuerpo docente de la Iglesia una luz más radiante e inspirará una doctrina más completa sobre la naturaleza de la Iglesia de modo tal que la Esposa de Cristo en Él se refleje y en Él, con ardentísimo amor, quiera descubrir su propia imagen, aquella belleza que Él quiere resplandezca en ella.
Será, pues, para esto, tema principal de esta sesión del presente Concilio el que se refiere a la Iglesia misma y pretende estudiar su íntima esencia para darnos, en cuanto es posible al humano lenguaje, la definición que mejor nos instruya sobre la real y fundamental constitución de la Iglesia y nos muestre su múltiple y salvadora misión. La doctrina teológica puede obtener de aquí magníficos progresos que merecen atenta consideración por parte también de los hermanos separados, ya que como Nos ardientemente deseamos, les abre más fácilmente el camino hacia un consentimiento unitario. (…)
Nadie dejará de ver la importancia de semejante tarea doctrinal del Concilio, de donde la Iglesia puede sacar una luminosa, elevada y santificadora conciencia de sí misma. Quiera Dios que sean oídas nuestras esperanzas”.
La reforma
(En la misma línea que seguirá la Ecclesiam suam, el segundo gran objetivo del Concilio debería ser la renovación o “reforma” de la Iglesia, como fruto de su contemplación de Cristo, de su mirarse en el espejo del rostro de Cristo. La Iglesia deberá corregirse en cuanto que formada por miembros humanos falibles)
“Esperanzas que también se vuelven hacia otro objetivo principalísimo de este Concilio, el de la así llamada reforma de la Santa Iglesia.
Aun este fin debería derivarse, a nuestro juicio, de nuestra conciencia de la relación que une a Cristo con su Iglesia. Decíamos que deseábamos que la Iglesia se reflejase en Él. Si alguna sombra o defecto al compararla con Él apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial, ¿qué debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Está claro: reformarse, corregirse y esforzarse por devolver a sí misma la conformidad con su divino modelo que constituye su deber fundamental.
Recordemos las palabras del Señor en su oración sacerdotal al aproximarse su inminente pasión: ‘Yo me santifico a Mí mismo para que ellos sean santificados en la verdad’ (Jn 17, 19). El Concilio Ecuménico Vaticano segundo debe colocarse, a nuestro parecer, en este orden esencial querido por Cristo. Solamente después de esta obra de santificación interior la Iglesia podrá mostrar su rostro al mundo entero diciendo: el que me ve a mí, ve a Cristo, como Cristo había dicho de sí: “el que me ve a Mí, ve al Padre” (Jn 14, 9). (…)
Sí, el Concilio tiende a una nueva reforma. Pero, atención: no es que al hablar así y expresar estos deseos reconozcamos que la Iglesia católica de hoy pueda ser acusada de infidelidad sustancial al pensamiento de su divino Fundador, sino que más bien el reconocimiento profundo de su fidelidad sustancial la llena de gratitud y humildad y le infunde el valor de corregirse de las imperfecciones que son propias de la humana debilidad. No es, pues, la reforma que pretende el Concilio, un cambio radical de la vida presente de la Iglesia, o bien una ruptura con la tradición en lo que ésta tiene de esencial y digno de veneración, sino que más bien en esa reforma rinde homenaje a esta tradición al querer despojarla de toda caduca y defectuosa manifestación para hacerla genuina y fecunda. (…)”
La unidad de todos los cristianos
(Casi como parte o prolongación del segundo objetivo –la renovación o reforma– se debe plantear la restauración visible de la unidad de la Iglesia: y a eso tiende el ecumenismo. Se trata de reparar no sólo una imperfección de los cristianos no católicos. También es un obstáculo para “la dicha” –la felicidad, la plenitud– de la Iglesia católica misma. Ella, en su dimensión histórica, anhela manifestar existencialmente la unidad que es característica suya por su origen divino. Además, la unidad deseada, no deberá ser una uniformidad, sino una unidad en la variedad de expresiones. Todo ello acabará reflejado en el importante decreto sobre el Ecumenismo, Unitatis redintegratio), que es la fuente de todos los desarrollos posteriores, también los actuales, en materia ecuménica).
“Existe un tercer fin que toca a este Concilio y que constituye en cierto sentido su drama espiritual: y es el que nos propuso también el Papa Juan XXIII y se refiere ‘a los otros cristianos’, es decir, a los que creen en Cristo, pero a los que no tenemos la dicha de contar unidos con nosotros en perfecta unidad con Cristo. Unidad que sólo la Iglesia católica les puede ofrecer, siendo así que de por sí les sería debida por el Bautismo y ellos la desean ya virtualmente. Porque los recientes movimientos que aun ahora están en pleno desarrollo en el seno de las comunidades cristianas separadas de nosotros, nos demuestran con evidencia dos cosas: que la Iglesia de Cristo es una sola y por eso debe ser única, y que esta misteriosa y visible unión no se puede alcanzar sino en la identidad de la fe, en la participación de unos mismos sacramentos y en la armonía orgánica de una única dirección eclesiástica, aun cuando esto puede darse junto con el respeto a una amplia variedad de expresiones lingüísticas de formas rituales, de tradiciones históricas, de prerrogativas locales, de corrientes espirituales, de instituciones legítimas y actividades preferidas”.
El coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo
(Finalmente, el cuarto objetivo propuesto por Pablo VI para el Concilio coincide con el tercer tema de la Eclesiam suam: el diálogo salvífico de la Iglesia con el mundo. Así quedará expuesto en la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual. Y se continuará con otros documentos del Concilio, como el decreto sobre las misiones, Ad gentes, y la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra Aetate).
“Por último, tratará el Concilio de tender un puente hacia el mundo contemporáneo. Singular fenómeno: mientras la Iglesia, buscando cómo animar su vitalidad interior del Espíritu del Señor, se diferencia y se separa de la sociedad profana en la que vive sumergida, al mismo tiempo se define como fermento vivificador e instrumento de salvación de ese mismo mundo descubriendo y reafirmando su vocación misionera, que es como decir su destino esencial a hacer de la humanidad, en cualesquiera condiciones en que ésta se encuentre, el objeto de su apasionada misión evangelizadora. (…)
Ahora el amor llena nuestro corazón y el de la Iglesia reunida en Concilio. Miramos a nuestro tiempo y a sus variadas y opuestas manifestaciones con inmensa simpatía y con un inmenso deseo de presentar a los hombres de hoy el mensaje de amistad, de salvación y de esperanza que Cristo ha traído al mundo. “Porque no ha enviado Dios al mundo a su Hijo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 17).
Que lo sepa el mundo: La Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo”.
--------------------
(*) El texto se puede encontrar en www.vatican.va.
No hay comentarios:
Publicar un comentario