martes, 19 de diciembre de 2023

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La Iglesia y su contemporaneidad con Cristo

(Imagen: La alimentación de la multitud, Frères de Limbourg, en Libro de Horas del Duc de Berry, 1411-1416, Museo Condé, Paris)

Cuando Romano Guardini era estudiante de Economía política, pasó por una crisis de fe, de la que salió en 1905. Tenía entonces 20 años. Lo relata en sus Apuntes para una autobiografía (Madrid 1992, pp. 12-13). Gracias a una conversación con un amigo, y tras un cierto desarrollo intelectual y espiritual a la vez, sintió que para encontrar la propia vida (cf. Mt 10, 39) debía entregar el alma, no a Dios o a Cristo en general, sino concretamente a la Iglesia. 

El momento fue completamente silencioso; no consistió ni en una sacudida ni en una iluminación, ni en ningún tipo de experiencia extraordinaria. Fue simplemente que llegué a una convicción: ‘Es así’, y después el movimiento imperceptiblemente dócil: ‘Así debe ser’”.

Sin duda se refiere Guardini a este decisivo acontecimiento de su vida, cuando sesenta años después escribe el texto que hemos recogido a continuación (*).


¿Cómo salvar la propia vida?

“Quisiera me permitan hablar de una experiencia personal, que creo que puede tener sentido también para otros.

Una frase procedente del Nuevo Testamento me ha impactado siempre precisamente por el énfasis que hace en cuanto término, adjudicación y orientación. Se encuentra en Mt 10, 39: ‘El que encuentre su vida’, es decir, el que quiera salvarla, ‘la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará’ (…).

La frase habla del misterio fundamental de la vida religiosa, según la cual el hombre solo alcanza su propio yo, pensado por Dios, cuando se aleja de sí mismo, es decir, de su yo inmediato, y solo se realiza auténticamente en sí mismo cuando se ofrece. En consecuencia, se presentaba la gran pregunta: ¿Dónde tiene lugar este alejamiento de sí y este ofrecerse? ¿Quién me puede llamar de este modo y exigirme así ‘mi alma’ y que esto se lleve a cabo realmente? ¿Que yo no permanezca cerrado en mí y me conserve a mí mismo?

La primera respuesta resonaba así: únicamente es posible para Dios. ¿Pero quién era Dios? ¿Cómo se lo podría pensar, correctamente? (…) ¿Quién es en verdad Dios ¿Cómo se lo debe pensar, para que lo perciba en forma adecuada, para que se pueda ir realmente a su encuentro, comprometerse con él y encontrar en él la libertad? Aquí falta evidentemente algo. Aquí falta una instancia que ofrece seguridad, que, cuando se diga ‘Dios’, en realidad no diga ‘yo’. ¿Pero dónde se encuentra esa instancia?

Al responder, se eleva la figura de Cristo. (…)

En otras palabras, no existe el Dios ‘de libre acceso’. Frente a la pretensión de la búsqueda autónoma de Dios, de experimentarlo y de pensarlo en forma independiente, él seguirá siendo el desconocido, el ‘que habita en una luz inaccesible’ (1 Tm 6, 16). El hombre llega a él solo por el camino de la imitación de Cristo. Él indica la dirección y enseña el comportamiento”.


Dios…, Cristo…, la Iglesia

[Hasta aquí Guardini redescubre que es necesario encontrar a Cristo para salvar la propia vida… Pero todavía eso no le parece suficientemente concreto, porque ¿cómo garantizar ese encuentro real con Cristo?]

“Pero el movimiento todavía no había llegado realmente a la meta. (…)

¿Cómo (…) se puede confiar en la frase, según la cual ‘nadie conoce al Padre, sino el Hijo’ y ‘nadie va al Padre, sino por él?’ Es decir: ¿dónde está la instancia que Cristo mismo garantiza?

A este punto se hace presente la Iglesia.

Cristo garantiza la realidad del Padre viviente; pero la imagen de Cristo es garantizada mediante la Iglesia, dicho con más precisión: a través del Espíritu Santo que habla en ella. De ella dice Jesús: ‘El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza, rechaza a aquél que me envió’ (Lc 10, 16). En las palabras de la Iglesia habla él, en las palabras de Jesucristo habla el Padre. (…)

Todo esto quiere decir que el camino que ha conducido realmente a la libertad de la fe en la realidad perfecta de Cristo y, por medio de él, a la soberanía del Dios vivo, es la fe que está convencida de que en la Iglesia habla Cristo, de tal forma que quien la escucha a ella lo escucha a él mismo (cf. Lc 10, 16). (…)”


¿Cómo ser “contemporáneos” de Cristo?

[Aquí se plantea Guardini la cuestión de si es posible la contemporaneidad con Cristo. En otros lugares del mismo libro, Guardini dialoga con S. Kierkegaard, quien defiende, contra un cristianismo racionalista y moralista, que solo puede ser realmente cristiano el que vuelve a vivir contemporáneamente con Jesucristo. Esto, según Guardini, solo puede acontecer realmente por medio de la Iglesia].

“En su realidad histórica inmediata, Jesús de Nazaret jamás puede ser contemporáneo a mí, pero sí puede serlo su mensajero, en cuya persona Él mismo ‘llega’ (Lc 10, 16). El arquetipo del mensajero es la Iglesia. Para ella, que atraviesa todas las épocas, cada época es contemporánea. El maestro que habla de Cristo y de su mensaje; el párroco que explica la palabra y celebra el Bautismo; la fiesta de la Eucaristía, en la que la comunidad se congrega en torno al altar; el obispo y los maestros de la fe ordenados por él, todo esto es la Iglesia siempre contemporánea. Por medio de ella, oigo el mensaje. A la Iglesia pertenece también la familia creyente, en cuya atmósfera yo experimento al Espíritu y el lenguaje del cristianismo; los hombres de la comunidad, en cuyo seno estoy frente al altar; los otros, en general, que se saben como una sola cosa en la misma profesión de la fe. Todos ellos, los que viven y los que enseñan, son reales para mí y contemporáneos sin más. Toda su humanidad, lo bueno de ella, pero también lo problemático, se hace presente en el mensaje y reclama ser compartido en el ‘nosotros’ cristiano.

Cristo está presente en todas esas realidades actuales y me habla, pero no me habla como persona solitaria, sino como Iglesia”.

[La cuestión es la naturaleza de esta “contemporaneidad”, puesto que la analogía con el mensaje tiene (como todas las analogías) sus límites: Cristo no se me hace contemporáneo por el mero hecho de enviar un mensajero (la Iglesia como tal o algún cristiano). Es contemporáneo porque me es presente, más aún, es la cabeza de este “nosotros” que formamos su cuerpo (místico) a partir de nuestro Bautismo y crecemos en Él gracias a la Eucaristía. El problema puede ser distinguir en la Iglesia ese “hablar” de Cristo, que puede quedar, a veces, desfigurado u oscurecido por los mismos defectos o pecados de los cristianos. Es lo que puede indicar la exclamación de Guardini]

“¡Pero cuánta desproporción hay en ella con respecto a Cristo, que habla en ella! (…)

Pero el verdadero núcleo de la cuestión está en que nosotros sabemos de Jesús solo a través de la Iglesia, y que la decisión de la fe tiene lugar dentro de ella, porque únicamente ella nos pone en una situación de contemporaneidad con Jesucristo”.

[La encíclica primera firmada por Francisco, Lumen fidei (29-VI-2013), elaborada “a cuatro manos”, puesto que estaba en gran medida preparada por Benedicto XVI, se sitúa en esa misma línea de Guardini, poniendo el acento en la fe. La fe que, gracias al Espíritu Santo que nos une y vivifica en la Iglesia, desemboca en el amor. Y lo dice así:

“¿Cómo podemos estar seguros de llegar al ‘verdadero Jesús’ a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del ‘yo’ individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción del Espíritu Santo que, como dice Jesús, ‘os irá recordando todo’ (Jn 14,26). El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe” (n. 38).

Según san Agustín, Cristo también se hace contemporáneo nuestro cuando le recibimos en los necesitados (cfr. Mt 25, 40): “Así pues, el Señor fue recibido en calidad de huésped, él, que vino a su casa, y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndolos en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: ‘Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa’. No te sepa mal, no te quejes por haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Sermón 103, 2)]
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(*) R. Guardini, El sentido de la Iglesia y La Iglesia del Señor, Buenos Aires 2010, pp. 143-152. El texto seleccionado procede del segundo libro, publicado por primera vez en 1965.


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