jueves, 14 de diciembre de 2023

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Jesús ha fundado la Iglesia

  

P. Perugino-Cristo entrega las llaves a Pedro (1481-1482)
Capilla Sixtina, Roma. Wikimedia commons.

Joseph Ratzinger impartió en 1982, en Río de Janeiro, una conferencia en la que expuso varias “tesis” sobre la oración de Jesús y la fundación de la Iglesia (*). Recogemos una de ellas, en la que profundiza sobre el auténtico significado de la fundación de la Iglesia por parte de Jesús. 

 

[La cuestión de fondo es que la Iglesia surge de la misma vida de Jesús en la que destacan dos dimensiones: su trato íntimo con su Padre, que se manifiesta sobre todo en su oración; su “comunión” con nosotros, es decir, el hecho de que nos ha conocido como cristianos y que nuestra vida, desde el Bautismo, participa de la vida de Jesús resucitado. La eclesiología actual enseña que Cristo ha fundado la Iglesia no con un documento constitutivo o un "acto de inauguración", sino con toda su vida, con su entrega redentora por nosotros. 


En ese contexto se pueden distinguir como momentos más intensos o, si se quiere "actos fundacionales", antes y después de su resurrección: algunos preparatorios (la llamada de los discípulos, la elección de los "Doce", la vocación y misión de Pedro; la última Cena como acto anticipador y recapitulador del misterio de la Iglesia; los actos centrales de esta singular fundación: la institución de la Eucaristía, adelanto de su pasión y muerte en la cruz, y la manifestación  de la caridad en aquel primer jueves santo; otros actos mediante los cuales confiere a Pedro y los doce la potestad sagrada de actuar en su nombre (el poder de perdonar, el primado romano, el envío por todo el mundo); y un acto consumador o plenificador: el envío del Espíritu Santo en Pentecostés.

 

Volviendo al nivel "personal" de la relación de Cristo con nosotros: de la forma en que ha fundado y constituido la Iglesia, se deduce, como enseña la fe cristiana, que nuestra oración, por más defectos o limitaciones que pueda tener y tenga de hecho, está integrada en la de Jesús, y Él está presente con el Espíritu Santo en la nuestra. 

 

Y también se deduce, de modo asombroso, que cada uno de nosotros tiene que ver con la fundación de la Iglesia, porque estábamos en la mente de Dios Padre desde toda la eternidad (cf. Ef 1, 4); porque Cristo nos conoció y nos tuvo presentes a cada uno (también en su pasión); y porque nos ha dado el Espiritu Santo (por primera vez en Pentecostés, y a cada uno de nosotros por el Bautismo y la Confirmación). 

 

Por tanto, todos y cada uno de los cristianos somos gozosamente responsables, en modos y medidas diferentes, de la Iglesia y de su misión evangelizadora. 

 

En suma, esto tiene que ver con el hecho de que Cristo no es un fundador al modo humano, decíamos: como alguien que establece una institución por medio de un discurso o un documento, y luego se va y la deja en manos de sus seguidores. No. Cristo es el fundador en el sentido del fundamento siempre vivo de la Iglesia. Veamos cómo expresa estas realidades el teólogo Joseph Ratzinger, luego Papa Benedicto XVI].



Estamos incluidos en la oración de Jesús

 

 “Tesis (4): La comunión con la oración de Jesús incluye la comunión con todos sus hermanos. El ser o estar con su Persona, que surge del participar en su oración, constituye entonces esa compañía, ese ser-con, abarcador y entrañable, que Pablo denomina ‘cuerpo de Cristo’. Por eso, la Iglesia –el ‘cuerpo de Cristo’– es el verdadero sujeto del conocimiento de Jesús. en su memoria lo pasado se hace presente, porque en ella Cristo está vivo y presente.


Cuando Jesús enseñó a reza a sus discípulos, les encomendó decir: ‘Padre nuestro’ (Mt 6, 9). Nadie, excepto él mismo, puede decir ‘mi Padre’. Todos los demás tienen el derecho de llamar Padre a Dios solo en la comunidad de ese nosotros que Jesús inauguró, pues todos son creados por Dios y creados el uno para el otro. Asumir y reconocer la paternidad de Dios siempre significa asumir ese estar referido o dirigido el uno al otro. El hombre solo puede llamar rectamente a Dios ‘Padre’, si se ubica en el nosotros en el que el amor de Dios lo busca


(...) Aunque Jesús tiene una relación personal totalmente único con Dios, (...) Él ha vivido su vida religiosa en el contexto de la fe y de la tradición del pueblo de Dios de Israel. Su permanente diálogo con Dios Padre, su Padre, también era un coloquio con Moisés y con Elías (cf. Mc 9, 4). En ese diálogo Él ha superado la letra y abierto el espíritu del Antiguo Testamento para poder revelar al Padre ‘en Espíritu’. Esa superación no ha destruido la letra del Antiguo Testamento, la tradición religiosa común, sino que la ha llevado finalmente a su profundidad última, la ha ‘cumplido’. Por eso, ese diálogo no era la destrucción de la grandeza del ‘pueblo de Dios’, sino su renovación. La demolición del muro de la literalidad ha abierto a todos los pueblos el acceso al espíritu de la tradición y de este modo a Dios Padre, al Dios de Jesucristo. Esa universalización de la tradición es su suprema confirmación, no su fin o su sustitución. Si se percibe esto entonces resulta claro que Jesús no tenía necesidad de fundar en primer lugar un pueblo de Dios (la ‘Iglesia’). Ese pueblo ya existía, y la tarea de Jesús era renovarlo, profundizando la relación de ese pueblo con Dios, y abrirlo para toda la humanidad”. 

 

Sobre la “fundación” de la Iglesia por Jesús

 

[Lo que Cristo hizo fue llevar a su consumación la historia de la salvación según se desarrolló en el Antiguo Testamento, como preparación de la Iglesia]

 

 “Por tanto, la pregunta acerca de si Jesús quería fundar una Iglesia es falsa, porque no es histórica. La cuestión correcta solo puede ser si Jesús quería acabar con el pueblo de Dios o si quería renovarlo. La respuesta a esa cuestión, establecida de modo correcto, es clara: Jesús ha transformado el antiguo pueblo de Dios en un nuevo pueblo, acogiendo a los que creen en Él en una comunidad con Él mismo (la comunidad de su ‘cuerpo’). Eso es lo que Él ha hecho, en tanto transformó su muerte en un acto de oración, en un acto de amor y así se hizo a sí mismo comunicable. Podríamos expresar lo mismo del siguiente modo. Jesús entró en un sujeto de tradición ya existente, en el pueblo de Dios de Israel, por medio de su anuncio y de toda su Persona, y en él hizo posible la convivencia, el ser-con-los-demás, por medio de su propio y más íntimo acto de ser: su diálogo con el Padre. Este es el contenido más profundo de aquel acontecimiento con el que enseñó a sus discípulos a decir ‘Padre nuestro’”.

 

[La Iglesia es, por tanto, una tradición viva. Una vida que consiste en tradere, en entregar, en pasar a otros, como se entrega el “testigo” en una carrera de relevos; como los padres y madres de familia entregan a sus hijos los conocimientos y destrezas necesarios para que salgan adelante; como las sociedades y culturas entregan en sus tradiciones la experiencia y sabiduría que han logrado; como las ciencias nos entregan los conocimientos que deberían servir para mejorar la vida de las personas. Solo que, en la Iglesia, la Tradición, lo que se entrega, es ¡nada menos! que la misma vida de Jesús, participada por nosotros en la fe, en los sacramentos, en la caridad. Y así, cada uno toma del conjunto lo que necesita y a la vez aporta lo que puede a la vida común del cuerpo, en la medida de su capacidad y de su generosidad. Esto es la santidad y el apostolado, también desde la vida cotidiana de cada cristiano.


Así lo dice el Concilio Vaticano II en su Constitución Dei Verbum, sobre la divina Revelación: “La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree” (n. 8). No se trata por tanto de un mero conjunto de ideas, doctrinas o creencias, o un conjunto de meros ritos o ceremonias de culto, ni tampoco un código de normas morales o de conducta. La vida cristiana tiene, ciertamente, dimensiones intelectuales, litúrgicas y morales, pero esto es así porque es, ante todo, una vida con Dios y con los demás, y solo así puede ser vivida y comprendida.


Y en esta vida que tenemos con Cristo, los cristianos, su oración fue y sigue siendo una dimensión nuclear de lo que Él hizo por nosotros, de lo que llamamos la “fundación” de la Iglesia, y de lo que sigue haciendo: nos sostiene todos y a cada uno, en cuanto que somos “piedras vivas” (1 Pe 2, 5) de este templo espiritual que formamos en cuerpo y alma con Cristo, edificados sobre él que es la “piedra angular” (1 Pe 2, 6; Ef, 2, 20)]

 

La Iglesia, comunión de conocimiento y de vida con Jesús

 

[De hecho la teología católica llama a la Iglesia “misterio de comunión”. Con esa palabra, comunión que también usamos para referirnos a la Eucaristía, señalamos asimismo a la Iglesia. Y no es mera coincidencia. Porque esta “comunión” (vida en común de conocimiento y amor) comienza en nosotros por el Bautismo y se acrecienta con los sacramentos, sobre todo con la Eucaristía.


De ahí la importancia de la Misa, sobre todo, de la misa dominical, para cada cristiano, para las familias de los cristianos y para la sociedad que ellos, junto con otros creyentes y no creyentes, tratamos de desarrollar y mejorar cada día. Pero sigamos el desarrollo de Joseph Ratzinger].

 

 “Si esto es así, entonces, el ser con Jesús y el conocimiento que ahí surge de Él presuponen la comunión en y con el sujeto de la tradición viva a la que todo ello está ligado: la comunión en y con la Iglesia. El mensaje de Jesús no hubiera podido vivir y transmitir vida de otro modo que en esa comunión”.

 

[La comunión de la Iglesia, es decir, su tradición viva, es el “humus”, el terreno, el hogar donde surgieron y crecieron los Evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento, de un modo parecido a como los libros del Antiguo Testamento crecieron y recogieron las tradiciones del Pueblo de Israel. Solo que, en la perspectiva cristiana, esa historia encuentra su consumación y plenitud en la Iglesia. Todo ello es posible por la acción de Cristo y del Espíritu Santo, a los que san Ireneo considera, en una expresión pedagógica, los dos “brazos” de Dios Padre].

 

“También el Nuevo testamento como libro presupone a la Iglesia como su sujeto. El Nuevo Testamento creció en ella y desde ella, tiene su unidad únicamente en la fe de la Iglesia, que reúne la pluralidad en unidad. Esta unión de tradición, conocimiento y comunidad de vida se hace visible en todos los escritos del Nuevo Testamento. Y para expresar esa unión, el Evangelio de Juan y las Cartas del apóstol san Juan han acuñado la figura lingüística del ‘nosotros eclesial’. Así por ejemplo, la fórmula, ‘nosotros sabemos’ aparece tres veces en los versículos finales de la primera Carta de san Juan (5,18-20). También la encontramos en el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3, 11) y siempre remite a la Iglesia como sujeto del saber en la fe. 

 

 Una función similar tiene el concepto de ‘memoria’ en el cuarto Evangelio. Con esta palabra, el evangelista representa el entrelazamiento de tradición y conocimiento. Pero Juan quiere evidenciar, sobre todo, cómo viven juntos el progreso y el cuidado protector de la identidad de la fe. El pensamiento puede ser descrito de la siguiente manera: la tradición eclesial es ese sujeto transcendental en cuya memoria el pasado se hace presente. Por eso, en medio del tiempo que avanza en la luz del Espíritu Santo, que es quien conduce a la verdad (16, 13; cf. 14, 26), puede ser visto más claramente y comprendido de un modo mejor lo ya contenido en la memoria. Tal avance no es la irrupción de algo totalmente nuevo, sino el proceso en el que la memoria se profundiza y deviene más consciente de sí misma”.

 

[En esta comunión o tradición viva que es la Iglesia, es donde encontramos el camino que Dios nos ha indicado para hacer realidad la relación entre elementos que no son fáciles de "casar": entre la unidad y la diversidad, entre el yo de cada uno y el nosotros de la sociedad; la relación entre el conocimiento y el amor, entre la fe y la razón, la fe y las ciencias, la fe y la cultura o las culturas. La comunión eclesial, como semilla de la fraternidad a la que está llamada la comunidad humana, es la dimensión en la que cada uno de los elementos de esos “binomios” puede encontrar mejor su identidad, necesariamente en referencia al otro y en el contexto de la totalidad. Y todo ello tiene gran interés para la teología, "la fe que busca entender", que no es una tarea individualista, sino eclesial].

 

            “Esa unión del conocimiento religioso, del conocimiento de Jesús y de Dios con la memoria comunitaria de la Iglesia no separa ni dificulta en modo alguno la responsabilidad personal de la razón. Crea, más bien, el lugar hermenéutico de la comprensión racional, es decir, conduce al punto de fusión entre el yo y los demás, y así se transforma en el ámbito de la comprensión. Esa memoria de la Iglesia vive por ser enriquecida y profundizada en la experiencia del amor adorante, pero también por ser purificada siempre de nuevo por la razón crítica. La eclesialidad de la teología, según resulta de lo dicho, no es por tanto ni colectivismo teórico cognoscitivo ni una ideología que viola la razón, sino un espacio hermenéutico que la razón necesita simplemente para poder actuar como tal”



(*) Tomamos la versión de J. Ratzinger, “Puntos de referencia cristológicos”, en Id., Obras completas, VI/2: Jesús de Nazaret: Escritos de cristología, Madrid 2015, pp. 644-689. Se trata de la tesis 4, pp. 674-678.

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