En su encíclica sobre Cristo, Redentor del hombre (Redemptor hominis, 1979), centro del cosmos y de la historia, Juan Pablo II exponía lo que sería su programa: guiar a la Iglesia hasta traspasar el segundo milenio, en continuidad con la herencia de los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, cuyos nombres reunió el nuevo Papa en el suyo. Esa “herencia” se condensa, por así decir, en la puesta en marcha, realización y aplicación del Concilio Vaticano II. La aplicación del Concilio Vaticano II sigue siendo la gran tarea que la Iglesia y todos los cristianos en ella tenemos por delante, como servicio a nuestro mundo.
Aplicar el Vaticano II significa no sólo darlo a conocer como punto de llegada, en la literalidad de sus textos y planteamientos, sino también como punto de partida para la renovación querida por el Concilio mismo. Allí la Iglesia expresó su autoconciencia sobre su identidad y su misión: servir, durante la historia, de signo e instrumento (“sacramento”) de Dios para ofrecer un diálogo de salvación a todo aquél que quiera escuchar el mensaje del Evangelio.
El “programa” de Juan Pablo II
En ese marco se situaban los trazos fundamentales del “programa” de Juan Pablo II: desarrollar las implicaciones de la colegialidad de los obispos en unión con el Romano Pontífice, y hacer más conscientes a todos los cristianos de su responsabilidad en lo que a partir de los años ochenta llamaría la “nueva evangelización”; impulsar la unidad de los cristianos como tarea en la que también todos, de una manera u otra están llamados a colaborar; continuar con el diálogo con las “religiones” y defender la paz y los Derechos humanos; relacionar más estrechamente la fe y la ciencia; y anunciar la Buena Noticia, única que puede liberar a los hombres de nuestro tiempo de sus miedos y angustias, también ante una posible autodestrucción…
Pero ¿cómo, se preguntaba el Papa, llevar a cabo esas tareas? Y respondió siempre: dirigiendo la mirada al Misterio de Cristo, tratando de escuchar siempre de nuevo sus palabras, y reconstruir cada detalle de su vida en torno a la Eucaristía, fuente de vida, santidad y fuerza para la Iglesia. Ella recorre con Cristo “el camino del hombre”, es decir: se adentra en su corazón, le descubre el sentido de su vida personal y familiar, de su trabajo y de su dolor; le asegura que el amor es más grande que las heridas que deja el pecado en las personas y en la sociedad; le invita a recorrer el camino del hijo pródigo hasta el abrazo con el Padre en el sacramento de la Penitencia. Y a todos los cristianos les hace participar de la triple misión de Cristo: anunciar la Verdad plena, celebrar el culto, servir a la justicia y al amor. Para todo ello la Iglesia, y cada cristiano, necesita de una Madre: María.
Juan Pablo II persiguió constantemente este programa, como norte de su tarea pastoral.
En el tercer milenio
A partir de la celebración del Gran Jubileo, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte (2001) señalaba las pautas que la Iglesia debe seguir al adentrarse en el tercer milenio: desde la contemplación del “rostro” de Cristo en unión con Él por la oración y la vida sacramental, los cristianos están llamados a dar testimonio de la Verdad y, como consecuencia, tranformar la historia. Con otras palabras, el conocimiento y el amor de Cristo es la principal luz e impulso para contribuir a cambiar efectivamente tantas cosas que han de cambiarse en la sociedad, si queremos edificar un mundo en el que Dios sea conocido y amado. Tal es la única garantía de éxito para el hombre, según la célebre expresión de San Ireneo: Gloria Dei, vivens homo: la gloria de Dios es la vida del hombre.
En esa trayectoria pastoral de Juan Pablo II se inscriben sus últimos documentos doctrinales: la Carta sobre el Rosario de la Virgen María (2001), su encíclica acerca de la Iglesia que vive de la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia, 2003) y la Carta con motivo del Año de la Eucaristía (Mane nobiscum Domine, 2004). Ésta última puede considerarse como fruto y síntesis de un camino de madurez, recorrido, antes que nada, por el mismo Pontífice en su vida espiritual.
Aplicar el Vaticano II significa no sólo darlo a conocer como punto de llegada, en la literalidad de sus textos y planteamientos, sino también como punto de partida para la renovación querida por el Concilio mismo. Allí la Iglesia expresó su autoconciencia sobre su identidad y su misión: servir, durante la historia, de signo e instrumento (“sacramento”) de Dios para ofrecer un diálogo de salvación a todo aquél que quiera escuchar el mensaje del Evangelio.
Juan Pablo II y los jóvenes (Alberto Michelini)
El “programa” de Juan Pablo II
En ese marco se situaban los trazos fundamentales del “programa” de Juan Pablo II: desarrollar las implicaciones de la colegialidad de los obispos en unión con el Romano Pontífice, y hacer más conscientes a todos los cristianos de su responsabilidad en lo que a partir de los años ochenta llamaría la “nueva evangelización”; impulsar la unidad de los cristianos como tarea en la que también todos, de una manera u otra están llamados a colaborar; continuar con el diálogo con las “religiones” y defender la paz y los Derechos humanos; relacionar más estrechamente la fe y la ciencia; y anunciar la Buena Noticia, única que puede liberar a los hombres de nuestro tiempo de sus miedos y angustias, también ante una posible autodestrucción…
Pero ¿cómo, se preguntaba el Papa, llevar a cabo esas tareas? Y respondió siempre: dirigiendo la mirada al Misterio de Cristo, tratando de escuchar siempre de nuevo sus palabras, y reconstruir cada detalle de su vida en torno a la Eucaristía, fuente de vida, santidad y fuerza para la Iglesia. Ella recorre con Cristo “el camino del hombre”, es decir: se adentra en su corazón, le descubre el sentido de su vida personal y familiar, de su trabajo y de su dolor; le asegura que el amor es más grande que las heridas que deja el pecado en las personas y en la sociedad; le invita a recorrer el camino del hijo pródigo hasta el abrazo con el Padre en el sacramento de la Penitencia. Y a todos los cristianos les hace participar de la triple misión de Cristo: anunciar la Verdad plena, celebrar el culto, servir a la justicia y al amor. Para todo ello la Iglesia, y cada cristiano, necesita de una Madre: María.
Juan Pablo II persiguió constantemente este programa, como norte de su tarea pastoral.
En el tercer milenio
A partir de la celebración del Gran Jubileo, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte (2001) señalaba las pautas que la Iglesia debe seguir al adentrarse en el tercer milenio: desde la contemplación del “rostro” de Cristo en unión con Él por la oración y la vida sacramental, los cristianos están llamados a dar testimonio de la Verdad y, como consecuencia, tranformar la historia. Con otras palabras, el conocimiento y el amor de Cristo es la principal luz e impulso para contribuir a cambiar efectivamente tantas cosas que han de cambiarse en la sociedad, si queremos edificar un mundo en el que Dios sea conocido y amado. Tal es la única garantía de éxito para el hombre, según la célebre expresión de San Ireneo: Gloria Dei, vivens homo: la gloria de Dios es la vida del hombre.
En esa trayectoria pastoral de Juan Pablo II se inscriben sus últimos documentos doctrinales: la Carta sobre el Rosario de la Virgen María (2001), su encíclica acerca de la Iglesia que vive de la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia, 2003) y la Carta con motivo del Año de la Eucaristía (Mane nobiscum Domine, 2004). Ésta última puede considerarse como fruto y síntesis de un camino de madurez, recorrido, antes que nada, por el mismo Pontífice en su vida espiritual.
La Eucaristía: Dios se queda con nosotros
En ese texto el Papa presentaba la Eucaristía como misterio de fe y de luz, y como signo e instrumento de Comunión, en las diversas dimensiones de su verdad profunda: banquete en el que Cristo se entrega como fruto del sacrificio sacramental que actualiza su muerte y resurrección, y del que también se deriva su presencia entre los hombres. Con una sencilla y profunda pedagogía, la Eucaristía aparece como proyecto de misión que cada cristiano está llamado a asumir: hacer propio del modo de ser de Jesús y sus actitudes de agradecimiento al Padre por sus dones, y de entrega generosa a sus hermanos. La Eucaristía se convierte así en el “corazón” de la vida, para la Iglesia y cada cristiano. En el secreto para dar un testimonio coherente, y lleno de fuerza, del amor de Dios. Y todo ello en el horizonte de la vida cotidiana, “donde se trabaja y se vive –en la familia, la escuela, la fábrica y en las diversas condiciones de vida–“ (n. 26).
Juan Pablo II, amigo
Juan Pablo II se dirigía siempre a todos y a cada uno, no sólo a los cristianos, ni siquiera al ámbito mucho más amplio de los creyentes. Hace años, al final de una distendida tertulia con un grupo numeroso de universitarios que habían acudido a Roma con motivo de la Semana Santa, les animaba a volver a su trabajo, y recordar que cada persona lleva en sí su misterio y su dolor. Consciente de pulsar las fibras más delicadas del misterio de la existencia humana, este gran Papa dedicó una atención particular a los jóvenes, a la familia y a los más débiles: los pobres y los enfermos, los niños y los ancianos. Su misma vida sólo se entiende desde el misterio de su identificación con Cristo.
Dar gloria a Dios por el amor
En su último libro, Memoria e identidad, hay como una síntesis de su enseñanza acerca de la relación entre el hombre, Dios y el mundo: “Se podría decir, parafraseando a San Ireneo: Gloria Dei, mundus secundum amorem Dei ab homine excultus, la gloria de Dios es el mundo perfeccionado por el hombre según el amor de Dios”. La verdadera vida del hombre –ya hemos recordado a San Ireneo‑ está en la gloria de Dios. Al mismo tiempo, parece decir Juan Pablo II, la gloria de Dios depende del “cultivo” –término que remite a un trabajo enraizado en el “culto”, y que también implica “cultura”‑ que el hombre hace del mundo. La condición es que lo realice “según el amor de Dios”, participando de ese amor, por la obra de Cristo y la acción del Espíritu Santo.
Para Juan Pablo II, el cristiano es alguien que vive la vida de Cristo y la comunica con la coherencia de su conducta y también con sus palabras. La vida ordinaria debe estar llena de Dios, sin conformarse con “ir tirando” mediocremente, pues la santidad es la vocación de todos. Una santidad que comienza por la transformación de la propia existencia a imagen de Cristo, y que se manifiesta en el servicio y en el compromiso para cambiar –en lo que depende de cada uno– tantas cosas pequeñas y grandes. La “revolución” cristiana –la mayor de todos los tiempos– sólo es posible desde la oración, pero es necesaria. Aquí se centra la “nueva evangelización” a la que Juan Pablo II nos convocó con el testimonio de su vida.
(Publicado en "La Razón", 15-IV-2005)
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Hasta siempre, Juan Pablo II (Aciprensa)