domingo, 29 de mayo de 2022

Sobre la aceptación de sí mismo

Según Guardini (*), el presupuesto para el crecimiento de la vida moral, es decir, de la madurez en los valores, es la aceptación de uno mismo. Aceptarse a sí mismo, a las personas que nos rodean, al tiempo en que vivimos (cf. para lo que sigue R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Madrid 1977, cap. III, pp. 140ss.).

Esto no quiere decir “dejarse llevar” sino trabajar en la realidad y si es preciso luchar por ella, para transformarla, para mejorarla en lo que dependa de nosotros, aunque sólo sea “un granito de arena”. 

En el animal sólo hay un acuerdo consigo mismo, no existe la dinámica propia del espíritu humano, que consiste en una tensión entre ser y deseo: entre lo que somos y lo que queremos ser, tensión que es buena, siempre que nos mantenga en la realidad y no nos haga refugiarnos en fantasías. 

Se puede comenzar por la aceptación de uno mismo: circunstancias, carácter, temperamento, fuerzas y debilidades, posibilidades y límites. Esto no es obvio, pues con frecuencia uno no se acepta: hay hastío, protesta, evasión por la imaginación, disfraces y máscaras de lo que somos, no sólo ante los demás sino ante uno mismo. Y esto no es bueno. Pero esconde la realidad de un deseo de crecer, que pertenece a la sabiduría. “Puedo y debo trabajar en mi estructura vital, dándole forma, mejorándola; pero, ante todo, he de decir ‘sí’ a lo que es, pues si no todo se vuelve inauténtico” (ibid., pp. 142s). 

Así, el que se le ha dado por naturaleza un sentido práctico, debe aprovecharlo, pero consciente de que carece de imaginación y creatividad. Mientras que el artista debe sufrir temporadas de vacío y desánimo, Quien es muy sensible ve más, pero sufre más. El que tiene un ánimo frío y no le afecta nada, se arriesga a desconocer grandes aspectos de la existencia humana. Cada uno debe aceptar lo que tiene, purificarlo para servir con ello a los demás, y luchar por lo que no tiene, contando también con los otros. 

En la práctica esto no es fácil. Hay que empezar por llamar bueno a lo bueno, malo a lo malo; sin molestarse cuando algo sale mal o a uno le corrigen. Sólo reconociendo mis propios defectos, que se van conociendo poco a poco, tengo la base real para mi superación. 

También hay que aceptar la situacion vital, la etapa de la vida en la que estamos y la época histórica en la que vivo, sin trata de escaparme de esas realidades: procurando conocerlas y mejorarlas. No se puede escapar hacia el pasado o hacia el futuro, sin valorar lo presente. 

Aquí entra la aceptación del destino (tratado por R. Spaemann en el último capítulo de Ética: cuestiones fundamentales, Pamplona 2010). El destino no es azar, sino resultado de la conexión de elementos interiores y exteriores, algunos de los cuales dependen de nosotros. Primero de nuestras disposiciones, carácter, naturaleza, etc. (de nuevo: aceptarse a sí mismo). Pero además es resultado de nuestra libertad en el día a día, también en lo pequeño que dejamos o no dejamos pasar. 

Aceptarse a sí mismo o al destino puede hacerse difícil cuando viene el dolor o el sufrimiento. Por eso incluye la capacidad de aprender del sufrimiento, sin limitarse a evitarlo, como es lógico, en lo posible; sino tratando de comprenderlo, aprender de él.

Aceptar la propia vida es aceptarla como recibida, recibida de los padres, de la situación histórica y de los antepasados, pero también, cabe pensar con sabiduría, de Dios. 

Según el cristianismo, Dios tiene experiencia de nuestros problemas pues ha tomado carne en Jesucristo, que se hizo vulnerable hasta el extremo, pero con plena libertad. Y en Dios no hay falta de sentido. Un sentido que no es solamente racional sino a la vez amor. Por eso no hay que confundir el hecho de que yo no capte hoy y ahora el sentido de esta situación, con el hecho de que esta situación tiene un sentido en el conjunto de mi vida, que yo debo descubrir y aprovechar con confianza.
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(*) Además del libro que se cita en este artículo, ver la primera parte (original de 1955) de su pequeño libro: “La aceptación de sí mismo; las edades de la vida”, Cristiandad, Madrid 1977; Lumen, Buenos Aires 1992. El tema de la aceptación fue desarrollado por el autor ocho años más tarde en un segundo libro, sobre las virtudes, que es el referido en nuestro texto. Cf. “La aceptación”, en Una ética para nuestro tiempo (originalmente titulado "Tugenden", virtudes, y publicado como segunda parte de La esencia del cristianismo, Cristiandad, Madrid 2007, pp. 139-151); en este caso la aceptación se considera como una virtud junto con otras del ámbito del dominio de sí (como respeto y fidelidad, paciencia y ascetismo, ánimo y valentía, concentración y silencio), de la búsqueda de la verdad y de la solidaridad.