martes, 26 de julio de 2011

El "dejarse hacer" de María

Fra Angelico, La Anunciación (h. 1426)

La colección “la Palabra hecha imagen” (cuadros que el Museo del Prado muestra con motivo de la JMJ de Madrid-2011) comienza, según la cronología de la vida de Cristo, por la Anunciación a María, pintada por Fra Angelico..

      El contexto de esa obra es un jardín, que representa el paraíso. En el ángulo superior izquierdo se ven las manos de Dios emitiendo un rayo de luz hacia la Virgen, en el que viaja el Espíritu Santo en forma de paloma. Ella ha dejado su lectura y está atenta al ángel. Delante del pórtico, como consecuencia del pecado original, Adán y Evan son expulsados del paraíso, custodiado por un ángel. Bajo el cuadro, pueden verse escenas de la vida de María: el Nacimiento y los Desposorios, la Visitación, la Adoración de los Magos, la Presentación en el Templo y el Tránsito de la Virgen.

      Entre otros cuadros que recogen la escena de la Anunciación, vale la pena recordar el de Goya.

 Goya, La Anunciación (h. 1785), colección Duquesa de Osuna, Sevilla

     El pintor español nos presenta a la Virgen María arrodillada junto al arcángel San Gabriel. Sobre ellos, el Espíritu Santo, en el centro de los rayos de luz que vienen del cielo y que inundan toda la escena. Como suele pintarse en el barroco español, cerca de María se ve un lirio y la cesta de labor. En lugar de un libro, sostiene abierto un rollo que alude al Antiguo Testamento, donde señala algún pasaje (quizá el que habla de la doncella que dará a luz). La Virgen aparece sumisa ante el ángel que trae el mensaje divino. Como toque neoclásico, en primer plano aparecen dos escalones que ascienden hasta María. Esos escalones anticipan los dos ángulos rectos que se forman a partir de la Virgen, cuya cabeza está a la altura del ángel, que señala con su dedo hacia Dios, dirigiendo a Él nuestra mirada. Y es que el camino que nos lleva a María es el mismo que nos lleva a Dios. El punto de vista del espectador es bajo, sugiriendo que la humildad es la mejor actitud para contemplar este gran Misterio.


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   El "dejarse hacer" de María, expresión de su sí a Dios  

     Recojamos ahora algunas reflexiones de Benedicto XVI sobre la Anunciación de María. En 2006, predicando a los nuevos cardenales, citaba a San Bernardo, cuando llama a María aquaeductus, acueducto, canal privilegiado por el que fluye el Manantial divino, el Verbo hecho carne (cf. Sermo in Nativitate B. V. Mariae: PL 183, 437-448). También evocaba a San Agustín, cuando le pregunta retóricamente al ángel de la anunciación por qué ha sucedido esto en María. Y el ángel le responde: porque ella está “llena de gracia”, nombre divino que expresa cómo Dios la ve y la califica desde siempre, y que equivale a llena de amor de Dios o “amada por Dios” (cf. Sermo 291, 6).

      Añadía el Papa una observación de Orígenes sobre ese mismo título, “llena de gracia”, que el ángel da a María: es único y nunca fue dado a otro ser humano (cf. In Lucam 6, 7). Y señala Benedicto XVI: “Es un título expresado en voz pasiva, pero esta ‘pasividad’ de María, que desde siempre y para siempre es la ‘amada’ por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella”.

      Se trata –continuaba diciendo el Papa– de la identificación del “aquí estoy” del Hijo (cf. Hb 10, 5-7) con el “hágase” de su Madre formando un único Amén, Así sea, a la voluntad de Dios. A la vez, en ese momento María se anticipa y contiene a la Iglesia, que debe acoger continuamente a Cristo: “El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está ‘puesto’ bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su ‘sí’ a la voluntad de Dios”.




Icono de la Anunciación (s. XII), Museo Tretiakov, Moscú

      El año siguiente notaba Benedicto XVI cómo la Anunciación “es un acontecimiento humilde, escondido –nadie lo vio, sólo lo presenció María–, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad” (Angelus, 25-III-2007). Y continuaba recurriendo a uno de sus temas favoritos, de sabor paulino: el “sí” de Dios espera nuestro “sí” como respuesta. “La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre y de este modo, gracias al encuentro de estos dos ‘síes’, Dios ha podido asumir un rostro de hombre”. Pues bien, continuaba, ese sí de Jesús y de María, se renueva en la Iglesia y en cada uno de los santos y de los mártires, en cada uno de los cristianos.


Dejarse renovar por Dios para renovar la humanidad

      Profundizó más adelante en el significado de la expresión “llena de gracia” referida a María: “Su corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su gracia”. De ahí que ella puede ayudarnos a dar “un ‘sí’ libre y pleno a la gracia de Dios”, de modo que quedemos renovados y podamos “renovar la humanidad a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo” (Homilía en Oporto, 14-V-2010).

      En 2011 subrayaba de nuevo que “el icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese particular episodio evangélico, por otro lado fundamental: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser, y al mismo tiempo habla de la Iglesia, de su esencia para siempre; como también de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada” (Lectio divina con los seminaristas de Roma, 4-III-2011).

     Y en el videomensaje que dirigió a los jóvenes participantes con ocasión del “atrio de los gentiles” (25-III-2011), en París, recordando la anunciación a María, pedía a los no creyentes: “Abrid vuestros corazones a los textos sagrados, (…) y si realmente lo deseáis, dejad que los sentimientos que hay dentro de vosotros se eleven hacia el Dios Desconocido”. Ese Dios que ellos consideraban desconocido les invitaba también a la JMJ de Madrid.


 El Greco, La Anunciación (1596-1600), Museo del Prado (Madrid)

María, símbolo vivo de la apertura a Dios y a los demás

       El lugar único y a la vez ejemplar y materno de la Virgen, en relación con la Palabra de Dios, está señalado en la exhortación Verbum Domini (30-IX-2010). Ella, “con su sí a la Palabra de la Alianza y a su misión, cumple perfectamente la vocación divina de la humanidad”. “María es también símbolo de la apertura a Dios y a los demás; escucha activa, que interioriza, asimila, y en la que la Palabra se convierte en forma de vida” (n. 27). Por eso, con el Sínodo sobre la Palabra de Dios (2008), se recomienda redescubrir sobre todo el rezo del “Angelus”. En esa breve oración “pedimos a Dios que, por intercesión de María, nos sea dado también a nosotros el cumplir como Ella la voluntad de Dios y acoger en nosotros su Palabra” (n. 88). Y también el Rosario, “que recorre junto a María los misterios de la vida de Cristo” con su cadena de Avemarías, cuya primera parte recuerda precisamente el momento de la Anunciación.

      Concluyendo, la escena de la Anunciación es plenamente actual, porque todos están llamados a la santidad, que María hizo posible y prefigura. Y la santidad consiste no tanto en hacer muchas cosas y difíciles, sino en “dejarse hacer” por Dios, sobre la base de la oración y los sacramentos. Para eso, no sólo una vez sino a diario, como hizo la Virgen, hay que decirle que “sí” con generosidad. De este modo, en cada uno, en su familia y en su trabajo, en sus relaciones de amistad o de cultura, como también en la vida de la sociedad, Cristo podrá tomar carne y seguir vivificando a las personas de nuestro tiempo.


Una primera versión de este texto fue publicada en www.religionconfidencial.com, 26-VII-2011

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H. O. Tanner, The Annunciation (1898), Art Museum of Philadelphia


Un día normal y corriente,
en el que, con la generosidad de María, 
tuvo lugar
el acontecimiento más decisivo
de la historia de la humanidad

domingo, 24 de julio de 2011

Sidney: el Espíritu del amor


De Sidney-2008 a Madrid-2011

En Sidney (julio de 2008) el Papa dijo a los jóvenes que para seguir a Cristo no hace falta ser personas extraordinarias ni perfectas, sólo se requiere estar abiertos al amor. Y según la tradición cristiana, el amor es lo propio del Espíritu Santo. Por eso no es extraño que Benedicto XVI señalara poco después, rememorando aquella gozosa experiencia: “La característica del encuentro de Sidney ha sido la toma de conciencia del carácter central del Espíritu Santo, protagonista de la vida de la Iglesia y del cristiano”


El mensaje de Sidney: paradojas, falsos dioses, horizontes de aventura


      Al llegar al muelle de Barangaroo, junto al asombro por la belleza del mundo creado, les confía la pena por las heridas de la tierra, como consecuencia de un consumismo insaciable. Y más aún por las heridas en la vida personal y social: la violencia y la explotación sexual, el relativismo y la mentira, la confusión y la desesperación. Pero la vida no se resuelve en el mercado de las opciones, las novedades o las experiencias subjetivas. Ese es el marketing del laicismo, que oscurece el orden natural y el bien, y los cambia en locura, avidez y explotación egoísta. El olvido de Dios lleva a relegar a los pobres, los ancianos y los inmigrantes; favorece la violencia doméstica y convierte el seno materno, “el ámbito humano más admirable y sagrado”, en “lugar de indecible violencia”. Pero nuestro corazón, cansado de codicias, explotaciones y divisiones, aburrido por falsos ídolos y respuestas parciales, decepcionado por falsas promesas, anhela una vida nueva.


      En Darlinghurst, Benedicto XVI denuncia los “falsos dioses” de la muerte: el dios de los bienes materiales (la codicia que aparta de los hambrientos y de los pobres), del amor posesivo (que no es amor sino manipulación) y del poder (que lleva al dominio de los otros y la explotación del medio ambiente natural). Hay que elegir la vida y no la muerte: elegir el amor, el servicio y la generosidad.

      Durante la gran vigilia del 19 de julio de 2008, en el hipódromo de Randwick, les explica cómo la fe cristiana supera las visiones parciales y facilita la coherencia y la certeza. Conduce a un amor que une, que perdura y que es capaz de entregarse para extender el Evangelio. Lo que hace feliz y plena la vida, no es acumular cosas y cosechar éxitos, sino servir, contribuir a transformar las familias, las comunidades y las naciones.

      En la misa de clausura, el día 20, les anima a vencer la indiferencia, el desánimo y el conformismo. En las palabras del Papa no hay halagos ni ingenuidad. Tampoco carga las tintas. Les hace ver que, junto con cierta prosperidad material, en el ambiente se expande el materialismo, el vacío interior, el miedo y hasta la desesperación. También la Iglesia está necesitada de nuestra renovación en el modo de pensar y actuar. Les pide protagonizar la aventura del cambio apoyados en la Esperanza.


El anuncio de una nueva era


     No es difícil imaginar los rostros cansados y polvorientos de quienes le escuchan. Es como si cada uno en su lengua y entrando a la vez en una resonancia común, estuvieran oyendo: otra vida y otro mundo son posibles, y esa nueva humanidad está ahora aquí, puede nacer con vosotros, en vosotros. Una nueva era del Espíritu está llegando, les anuncia Benedicto XVI. Entonces la vida será respetada, y no temida o amenazada; el amor será puro, fiel y verdaderamente libre, radiante de gozo y de belleza; la esperanza cristiana renovará la faz de la tierra.



¿Qué pasó en Sidney?


     Sidney fue –de nuevo con palabras de Papa– un “nuevo Pentecostés” en el sentido de un relanzamiento de los jóvenes a la misión. A quienes se encuentran personalmente con Él, Jesús les cambia la vida. Más aún, les hace participar de su misma Vida que lleva la fuerza del Espíritu del amor de Dios. Les hace una sola cosa respetando su diversidad. Les invita suave e impetuosamente para que abran sus puertas primero al amor auténtico, que viene de Cristo. Y desde ahí, con la fuerza del Espíritu Santo –que se recibe particularmente en la Confirmación– abrirse a toda la familia humana con el testimonio cristiano. Sidney fue la alegría y la fuerza gozosa de la fe, que borra los prejuicios y llena de luz.


     Dos semanas después, alguien que había estado en Sidney le preguntó a Benedicto XVI cómo percibir y secundar la acción del Espíritu Santo “en nuestra vida diaria”. La respuesta no podía ser otra: “debemos permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo”. Porque sólo así –madurando en la fe, sosteniéndola con la oración y alimentándola con los sacramentos– podremos dar lo que tenemos, y permitir que el Espíritu actúe también en la vida cotidiana.

     Con motivo del balance de 2008, el Papa volvió sobre el Espíritu Santo. Primero “aleteaba sobre las aguas” (Génesis), mientras la Palabra de Dios iba creando todo lo que existe, dotando de una estructura racional al cosmos, de modo que pueda ser comprendido por nosotros en orden al amor y no al egoísmo. En segundo lugar, el Espíritu ha inspirado las Sagradas Escrituras y nos ayuda a comprenderlas en la tradición de la Iglesia. Y así se explica cómo el Espíritu Santo es inseparable de la Palabra viva, que es Cristo. En efecto, Jesús sopló sobre los apóstoles y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” y la Iglesia comenzó públicamente su misión. El Espíritu es “el soplo de Cristo” que nos da su misma vida, para asumir en unidad la gran diversidad de dones, lenguas y culturas. Y por eso “el espíritu misionero de la Iglesia no es más que el impulso por comunicar la alegría que se nos ha dado”.

     Los que estuvieron en Sidney –y los demás, y todos los que quieren permanecer jóvenes– tienen ante sí la grandeza y el desafío de una nueva era, de un nuevo mundo. Casi un sueño. El mensaje de Sidney continúa en Madrid-2011. Sigue ahí para que todos puedan escucharlo. Ojalá que entonces y después muchos puedan decir: no fue sólo un sueño, fue un comienzo. 




Primera versión publicada en  "Diario de Navarra", 26-VI-2008
Reproducido en "Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios"
ed. Eunsa, 2010



jueves, 21 de julio de 2011

La oración en la era digital



H.O. Tanner, Cristo con su Madre leyendo las Escrituras (c. 1909)
Museo de Arte, Dallas


Hablar con Dios confiadamente no es difícil: un niño puede hacerlo. Las dificultades surgen cuando se anteponen las dudas y éstas no se resuelven: ¿No será la oración un encerrarse en sí mismo y aislarse de los problemas reales del mundo? ¿De verdad Dios escucha siempre? ¿Cómo saber cuál es su voluntad? ¿Hasta dónde puedo comprometerme? ¿Qué hacer si no se sabe orar? ¿Cómo enseñar a otros? 



En la era digital, seguimos buscando superar la finitud

      Estas y otras son las cuestiones que, desde el 4 de mayo de 2011, viene afrontando Benedicto XVI, en una nueva serie de catequesis sobre la oración. Dedicó las dos primeras a introducir el tema; después, a cuatro grandes orantes del Antiguo Testamento (Abraham, Jacob, Moisés y Elías), y luego afrontó la importancia de los salmos en la oración. Todo ello poniendo siempre a Jesús como centro y origen de la oración.

      En las dos primeras catequesis mostró que las culturas antiguas (como Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma) son testigos de la oración con diversos acentos (petición, súplica, alabanza y agradecimiento), aún dentro de ciertas oscuridades. Y es que “la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia” (11-V-2011), también en nuestra época: “El hombre ‘digital’, al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena”. La oración es ante todo un don y una gracia de Dios que mueve a desear a Dios y a buscarle libremente. Como el amor de Dios es siempre fiel, la oración es también “un hondo acontecimiento de Alianza” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2567). 



La oración de Abraham: Dios siempre responde y ofrece el perdón a quienes lo aceptan

      En Abraham (cf. Gn, cap. 18) se manifiesta que la oración de intercesión es progresiva identificación del que reza con el Dios que perdona y salva. Abraham desea la salvación de los pecadores de Sodoma y Gomorra, pero también desea que Dios se manifieste como justo y misericordioso; esto requiere que los malhechores acepten el perdón divino. Con otras palabras, Dios siempre responde a la oración. Como ha hecho a cada persona libre, dueña de sus acciones, Dios ha querido que su respuesta sea recibida libremente por el orante o por aquél por quien suplica. Y eso debe manifestarse con un cambio en la vida, un abrirse a Dios y a los demás; esto es, una conversión. Ahora bien, sólo un amor que sea al mismo tiempo justicia y perdón que se ofrece libremente, puede curar las heridas producidas por el pecado en el corazón del hombre y sus consecuencias. Esto es lo que hizo Jesús en la Cruz, intercediendo y perdonando a todos los que lo aceptan; y en él toda oración de intercesión encuentra respuesta (cf. 18-V-2011). 



La oración es un "combate espiritual" que requiere humildad, confianza y perseverancia (Jacob)


 
A.L. Leloir, Jacob luchando con el Ángel (1865)


     La lucha de Jacob con un misterioso personaje (cf. Gn, cap. 32) expresa que toda oración es un combate espiritual: supone un esfuerzo confiado y tenaz, una lucha “cuerpo a cuerpo” para vencer los autoengaños, llegar con humildad al reconocimiento de la propia debilidad, y abrirse así a la voluntad de Dios. La oración exige perseverancia para hacer, al que reza, capaz de recibir, como fruto de la conversión y el perdón, la bendición de Dios, la renovación personal y el poder ver finalmente el rostro de Dios. También la “lucha” de Jacob es símbolo de la entera vida humana (que debe transformarse en oración a base de “hacer oración” cada día); pues “aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo” (25-V-2011). 



La oración exige el compromiso personal para servir a los demás (Moisés)

 M. Chagall, Moisés recibiendo las Tablas de la Ley
Museo Chagall, Niza

      La oración de Moisés (cf. Ex., cap 32 y Dt, cap. 9) pone de relieve que la oración del intercesor sirve a la misericordia divina y es escuela de generosidad, hasta el don de sí mismo. A los pies del Sinaí, los israelitas se habían hecho un ídolo en forma de becerro de metal fundido. Moisés intercede por amor a su pueblo y también por amor a Dios, y ofrece su propia vida a cambio del perdón para los suyos. También aquí hay una prefiguración de Cristo, que “lleva consigo nuestros pecados para salvarnos a nosotros: su intercesión no es sólo solidaridad, sino que se identifica con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero un perdón que transforma y renueva” (1-VI-2011).



Elías: la verdadera oración lleva a salir de uno mismo para adorar y amar

 Icono del profeta Elías

     En el caso de Elías, su oración enseña lo que es la verdadera adoración (cf. I Re, cap. 18). Los profetas de Baal confíaban en sus propias capacidades para obtener la respuesta a su oración: se encierran teatralmente sobre sí mismos e incluso se autolesionan. En cambio –según Benedicto XVI– la oración auténtica, que Elías promueve, es aquella que abre el corazón y lo libera permitiendo “salir del espacio estrecho del propio egoísmo, para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo” (15-VI-2011). La verdadera oración es impulsada por el Espíritu Santo, y por eso –observa el Papa– “la verdadera adoración no destruye, sino que renueva, transforma”. El fuego del amor de Dios hace del pueblo entero de Israel un lugar de ofrenda y sacrificio, purifica y crea de nuevo los corazones, para hacerlos capaz de adorar y amar.


Actualidad de los salmos como escuela de oración

      Y así llega el Papa a plantear la importancia de los Salmos en la oración (cf. 22-VI-2011). Los salmos recogen todas las actitudes de la existencia humana, resumidas en dos grandes ámbitos: la súplica y la alabanza. En la súplica el orante expone su necesidad, con frecuencia unida al lamento, reconociendo a Dios como bueno. Se ponen en práctica actitudes de fe, esperanza y caridad, junto con la humildad. “De este modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad”.

      Los salmos, afirma Benedicto XVI, son escuela de oración algo así como las palabras de los padres sirven al niño que comienza a hablar: se expresa con palabras aprendidas de otros y así aprende un modo de pensar y de sentir. Así los salmos nos enseñan, con palabras de Dios, un lenguaje para hablar confiadamente con Él, conocerle y conocernos a nosotros mismos.

      Los salmos presentan a David como paradigma de orante: “un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar”; y así, se convierte en una figura mesiánica, que preanuncia el misterio de Cristo. De hecho “en el Señor Jesús, que en su vida terrena rezó con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más profundo y pleno”. Más concretamente, “las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Col 1,15), que nos revela completamente el Rostro del Padre”. Y de aquí, deduce el Papa: “El cristiano, por tanto, rezando los Salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa”. De este modo, “el horizonte del orante se abre así a realidades inesperadas, todo Salmo tiene una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza”.

      En efecto, y, de este modo, los salmos se revelan siempre actuales, y centrales para la oración cristiana. Cristo los rezó y nosotros, en su Cuerpo místico, los rezamos, también apropiándonos esas oraciones, según nuestras necesidades o las de los demás. Para todo ello se pueden consultar las referencias a los salmos que se encuentran en otros lugares de la Sagrada Escritura (sobre todo en el Nuevo Testamento), especialmente los citados por Cristo mismo; y también pueden ayudar las citas y los comentarios de otros autores (Padres de la Iglesia, santos, pensadores cristianos, etc.) que han encontrado en los salmos el deseo de Dios, que es “el alma de la oración”. 




(publicado en Cope.es, 21-VII-2011)

domingo, 17 de julio de 2011

Autenticidad




La autenticidad tiene que ver con lo verdadero, lo genuino, lo certificable. Se opone a lo auténtico lo que no es sino una copia, algo parecido pero no igual; quizá a efectos prácticos un sucedáneo, pero en el fondo algo falso, si no fraudulento.

      Aplicado a las personas, tiene autenticidad quien se comporta según lo que es y debe ser. Dejemos aparte el falso sentido de lo “auténtico” como meramente espontáneo. Según el diccionario, es auténtico el honrado, fiel a sus orígenes y convicciones; fiel, se entiende, en la vida de cada día; de modo que su vida tenga sentido –primero ante sí mismo–, dé frutos, sea útil. Alguien lo formuló así: “El precio de las palabras son los hechos”. La autenticidad tiene que ver con la verdad y con el bien, que viene a ser la verdad en la acción. Y en cristiano, tiene que ver con el amor.

      ¿Cuáles pueden ser las causas de la falta de autenticidad en el amor? Si tomamos como “mapa” una visión del hombre compatible con la fe cristiana, diríamos que la autenticidad, sobre todo en el amor, requiere de la reflexión, de la experiencia y de la comunión con los demás.


Necesidad de la reflexión

      “Inauténtico” se puede ser por una insuficiente reflexión, por un déficit de racionalidad. Para poseer autenticidad es necesario que uno sea libre interiormente, y a continuación consecuente consigo mismo. Si se participa de la idea cristiana del amor, entonces la autenticidad consiste en vivir el amor sin confundirlo con sucedáneos o falsificaciones (la codicia, la posesión o el poder). No es cristiano pensar que cada uno debe creer en lo que le parezca, y dejarlo estar en su “autenticidad”. Si realmente pensamos que tenemos lo mejor (la fe en Cristo, la familia de Dios en la Iglesia), lo lógico será darlo a los demás a manos llenas, para que disfruten de nuestra alegría. El amor cristiano supone entrega a Dios y a los otros, en lo concreto de cada día, olvidándose de uno mismo; en lo que gusta y en lo que gusta menos, y por tanto implica sacrificio. “Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra prometida de sus sueños –decía Joseph Ratzinger en 1971– pierde su autenticidad y su mismidad”.

      Hay que resaltar que el amor tiene que “salir del pensamiento”: de la idea ilusoria de que uno es bueno porque no mata, ni roba ni violenta a nadie; o del espejismo de que se es suficientemente bueno porque se realiza un cierto número de tareas a favor de los parientes, amigos y conocidos (que nos pueden pagar con la misma moneda). La autenticidad del amor pide llegar a todos –comenzando lógicamente por los que están más cerca–; no excluir a nadie, ni siquiera a los enemigos. Se dice que el mayor desamor es la indiferencia. “No pases indiferente ante el dolor ajeno. Esa persona, un pariente, un amigo, un colega..., ése que no conoces es tu hermano" (Surco, 251). La autenticidad cristiana es realmente exigente. No basta “estar seguro” o “convencido” de que el amor es importante, sino que hay que servir realmente a los demás, y preferentemente a los más pobres y desfavorecidos. Lo demás no es coherencia, no es autenticidad. Al menos no es la autenticidad del Evangelio, porque esa, y no otra, es la “lógica” cristiana: dar gratis y dar primero, dar sin esperar recompensa ni agradecimientos. “Dar hasta que duela”, según Teresa de Calculta.


Autenticidad y experiencia

      “Inauténtico” se puede ser también por falta de experiencia, tanto en el sentido de tener experiencia como el de “hacer experiencia” de algo. A quien no ha encontrado amor (en sus padres, educadores, etc.) o quien no ha amado nunca de verdad, no se le puede pedir autenticidad en el amor, hasta que encuentre la oportunidad que a nadie falta en la vida. Si no se ha experimentado el amor como entrega, no cabe autenticidad: cabría decir en la línea de Lope, “quién lo probó, lo sabe”. El amor, y menos el amor cristiano, no se reduce a racionalidad. “El amor –dice una antigua canción italiana– no se explica: cuando se ama, se explica por sí mismo”.


Atención a los demás

     “Inauténtico” se puede ser, en fin, si se rehúye a los demás. Si uno no se interesa por lo que les pasa, por sus costumbres y tradiciones, por lo que les alegra o les apena, por lo que necesitan. Porque, en esa medida, uno va dejando de ser humano.


* * *

      Dicho brevemente, se es auténtico si se vive aquello que se proclama. Y para ello, lo primero es pensar adecuadamente (lo que requiere un tiempo de reflexión y aprendizaje). Y lo segundo, procurar vivir en coherencia con lo que se piensa, sin darlo por supuesto. Bien se dice que cuando uno no vive como piensa –con autenticidad–, acaba pensando como vive; es decir, adecuando su pensamiento (de modo inconsciente) a su vida real pero irreflexiva. Y entonces se engaña miserablemente a sí mismo y hace sufrir inútilmente a los demás.

      En concreto, si un cristiano no se preocupara por formar su criterio en los temas importantes (lo que implica el estudio de los “contenidos” de la fe, que no es un puro asentimiento), le pasaría lo mismo que a un padre o madre de familia, o un profesional que no procurase estar al día: mantener su identidad con una “fidelidad dinámica” a sus planteamientos y tareas. En cuanto a la experiencia de la vida cristiana, no cabe autenticidad cristiana sin una experiencia frecuente de oración –diálogo con Dios– y unión con Él por medio de los sacramentos. Y por lo que respecta a los demás, alguien que no se preocupa con hechos por los otros, por su situación material y espiritual –sobre todo por los más pobres y necesitados–, no puede considerarse auténtico como persona, menos como cristiano. Resumiendo, la autenticidad cristiana pasa por los Mandamientos, que se encierran en dos y casi en uno: amor a Dios y al prójimo. En octubre de 2006, en su visita pastoral a Verona, dijo Benedicto XVI ante la asamblea de la Iglesia en Italia: “La autenticidad de nuestra adhesión a Cristo se certifica especialmente con el amor y la solicitud concreta por los más débiles y pobres, por los que se encuentran en mayor peligro y en dificultades más graves”.




Publicado en www.religionconfidencial.com, 8-VI-2009
Reproducido en el libro
"Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios"
Eunsa, 2010

miércoles, 13 de julio de 2011

Jesucristo, el gran "sí" de Dios

El Greco, Jesucristo como Salvador (1600)

 

Era un día cualquiera, un poco plomizo y pesado, al final del trabajo de la mañana. Casi había metido la llave en la puerta de casa, cuando un desconocido –un hombre de mediana edad– me interpeló:

–“¿Me permite una pregunta?”

– Por supuesto.

     (Pasaba bastante gente e intenté concentrarme, mientras pedía luces para acertar).

– ¿Qué pasa cuando el cielo se nubla, y no se ve nada en el horizonte? ¿Es que Dios ya no existe?

     Le expliqué algo que cualquiera que haya viajado en avión ha podido comprobar: por encima de la tormenta, sigue luciendo el sol y las nubes se quedan abajo, como una alfombra. Y lo que decía C.S. Lewis: el dolor es la sombra de Dios en la creación.

     Le aconsejé acudir a la oración y seguir poniendo los medios humanos, con la seguridad de que Dios siempre sigue ahí.

     Y, tras unos instantes, resumió:

– Entonces, ¿quiere usted decir que hay que confiar?

     Le dije que así lo pensaba, porque si no hubiera luz no existirían las sombras (y en Jesucristo, el gran "sí" de Dios, tenemos la luz que nunca nos falta)


Una explosión que rompe el “yo”


     En varias ocasiones he recordado ese suceso y a su protagonista. Una de esas veces fue en octubre de 2006, al leer el discurso que Benedicto XVI dirigió a la asamblea eclesial italiana, reunida en Verona. Les dijo que la resurrección de Jesucristo fue “como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte”. Así inauguró Cristo una nueva vida y un mundo nuevo que penetra el nuestro, para transformarlo y atraerlo hacia Dios. Es lo que acontece a través de la Iglesia, a la que nos incorporamos por el bautismo. Ahí mi “yo” queda insertado en la vida de Cristo. Con una expresión que el Papa ha usado en diversas ocasiones, el yo de cada uno, sin perder su personalidad, se transforma en el “nosotros” de la fe, portador de la alegría y la esperanza para el mundo.
De esta manera  es Jesucristo el gran "sí" de Dios a toda nuestra vida, también a lo que parece pequeño (y quizá no lo es), a lo de todos los días, a todo lo que en nosotros se relaciona con la verdad y el bien y la belleza.

      El Papa volvía la mirada a nuestra situación actual, que vive las consecuencias de la Ilustración (el laicismo y el individualismo, el relativismo y el utilitarismo). En este ambiente los cristianos no podemos encerrarnos, sino que hemos de abrirnos con confianza, iluminando y vivificando con la fe tantas energías que pueden contribuir al crecimiento cultural y moral de la sociedad. Hemos de llevar a cabo esa tarea por medio del testimonio concreto de la fe en la vida diaria –señalaba Benedicto XVI–, sin perder de vista la relación entre la propuesta del Evangelio y las preocupaciones y aspiraciones más íntimas de las personas. Y enumeraba: la vida afectiva y la familia, el trabajo y la fiesta, la educación y la cultura, las situaciones de pobreza y de enfermedad, los deberes y las responsabilidades de la vida social y política. En todo ello lo primero que hemos de encontrar es ese sí, que Dios nos ha dado y ha dado al mundo.


El cristianismo asume todo lo justo y verdadero


      Y así llegaba a la expresión que da título a estas líneas. Si los cristianos damos el testimonio de nuestra fe en la vida diaria, si unimos el Evangelio con las aspiraciones de la gente, se manifestará sobre todo “el gran ‘sí’ que en Jesucristo Dios dijo al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia”. Se mostrará que la fe trae la alegría al mundo, que el cristianismo está abierto a todo lo justo, verdadero y puro de la existencia y de las culturas, como decía San Pablo. Por tanto, también al progreso científico y tecnológico actual, a los derechos humanos, la libertad religiosa y la democracia.


      Pero –observaba el Papa– ese “gran sí” de la fe, que es signo e instrumento de Jesucristo, el gran "sí" de Dios, no significa ser ingenuos ante el error, el mal y la injusticia. Al lado de la luz surgen las sombras. Decir que sí a todo lo verdadero y todo lo noble implica saber decir también que “no” a los aspectos de la cultura ambiente que son incompatibles con el Evangelio. Y no por miedo o desconfianza, sino al contrario: precisamente por la confianza en que el Dios de la razón y la sabiduría es el mismo que ama al hombre y pone un límite al mal y a la injusticia. En cierto sentido “se pone contra sí mismo”: su amor y su justicia aceptan asumir el enorme desamor y la tremenda injusticia de la Cruz para Jesús, transformando el mayor mal en el mayor bien. Por eso la Cruz “es el ‘sí’ extremo de Dios al hombre, la expresión suprema de su amor y el manantial de la vida plena y perfecta”. 




Publicado por vez primera en www.ssbenedictoxvi.org, 9-IX-2008
Reproducido en el libro 
"Al hilo de un pontificado: el gran "sí" de Dios"
Eunsa, 2010



viernes, 8 de julio de 2011

Fe y razón, Teología y Ciencia

L. Seitz (1844-1908), La fe y la razón,
Galleria dei Candelabri, Ciudad del Vaticano 
(fotografía de Marie-Lan Nguyen, 2009, Wikimedia Commons)



“La teología es ciencia de la fe”, dice la tradición. Pero aquí surgen diversas preguntas. Ante todo, ¿no son distintas la ciencia y la fe hasta el punto de que no pueden entrar en relación? Es la cuestión que aborda el discurso de Benedicto XVI en la entrega del premio Ratzinger de teología (30-VI-2011). 



Teología e historia, Teología y praxis

      Esta dificultad –explicaba– se plantea ya en la época medieval, pero con el concepto moderno de ciencia (identificada por el método experimental), el problema se agudiza. Para discernir la relación entre teología y ciencia, durante la Edad Moderna la teología se limitará a defender su validez científica, primero en el campo de la historia y después en el campo de la praxis humana, estudiada por ciencias como la psicología y la sociología. En cada uno de estos dos campos, historia y praxis, se ha conseguido enriquecer la teología y mostrar su utilidad para la vida.

      “Ahora bien –objeta el Papa respecto a la vinculación teología e historia–, si la teología se repliega totalmente en el pasado, deja hoy la fe a oscuras”. Por otra parte, “si la praxis sólo se refiere a sí misma o vive únicamente de los préstamos de las ciencias humanas, entonces queda vacía y sin fundamento” (porque, en efecto, la praxis no se explica por sí misma: necesita preguntarse por su raíz y su finalidad).

      En consecuencia, deduce Benedicto XVI, siempre en referencia a la teología: “Estas vías, por lo tanto, no son suficientes. Por útiles e importantes que sean, se convertirían en subterfugios si la pregunta verdadera quedara sin respuesta”. Y la pregunta es: “¿Es verdad lo que creemos o no?”; de modo que “en la teología está en juego la cuestión sobre la verdad, que es su fundamento último y esencial”. 



Cristo y la verdad


      Dando un paso más, el Papa recuerda la afirmación de Tertuliano, cuando escribe que Cristo no dijo “Yo soy la costumbre”, sino “Yo soy la verdad” (cf. Virg. 1, 1). La costumbre puede relacionarse con las religiones paganas, según las cuales “se hace lo que se ha hecho siempre; se observan las formas cultuales tradicionales, esperando mantenerse así en la justa relación con el ámbito misterioso de lo divino”. Y añade que la revolución cristiana consistió precisamente en “su ruptura con la ‘costumbre’ por amor a la verdad”. 

      El Evangelio de San Juan enseña que la verdad es Cristo, el Logos, la razón. Ahora bien: “Si Cristo es el Logos, la verdad, el hombre debe corresponderle con su propio logos, con su razón. Para llegar hasta Cristo, debe seguir el camino de la verdad. Debe abrirse al Logos, a la Razón creadora, de la que se deriva su propia razón y a la que ésta lo remite”. Y así se comprende que la fe cristiana tenía que replantear la relación entre la fe y la razón, y por tanto entre la teología y la ciencia. 



Dos usos de la razón: experimental y "personal"

      En esta reflexión sobre las relaciones entre fe y razón, Benedicto XVI da un tercer paso, recurriendo a San Buenaventura, que contempla un doble uso de la razón; por una parte un uso inconciliable con la naturaleza de la fe; de otra parte, el uso propio de la naturaleza de la fe (cf. Comentario a las Sentencias).

      En primer lugar habla de la violencia o el despotismo de la razón, que se convierte en juez supremo y último de todo; incluso quiere poner a Dios “a prueba” (cf. Salmo 95, 9), someterlo a experimentación. Esto es, según el Papa, lo que ha sucedido en la Edad Moderna en el ámbito de las ciencias naturales. “La razón experimental se presenta hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo que no pueda verificarse o falsificarse científicamente cae fuera del ámbito científico”. Hay que reconocer, señala, que este método es legítimo en su ámbito, y con él se han logrado obras grandiosas. “Pero semejante uso de la razón tiene un límite: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta tan sólo en la relación de persona a persona, lo que forma parte de la esencia de la persona”. En suma, el uso experimental de la razón es insuficiente para tratar con Dios.

      Después Buenaventura alude a otro uso de la razón: un uso “personal”, pues entre personas el conocimiento es movido por el amor. En palabras de Benedicto XVI, “el amor quiere conocer mejor a aquél que ama. El amor, el amor verdadero, no hace ciegos, sino videntes”. Y por eso, deduce, los Padres de la Iglesia consideraron precursores del cristianismo, fuera de Israel, a aquéllos que estaban sedientos de la verdad, y por tanto estaban en camino hacia Dios: los “filósofos”.

      Observa el Papa: si falta este segundo uso de la razón, esta dimensión “personal”, entonces las grandes cuestiones de la humanidad se abandonan a la irracionalidad. Y aquí se encuentra la importancia de una teología auténtica, al poner en conexión fe y razón: “La fe recta orienta a la razón hacia su apertura a lo divino, para que ésta, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca”. Hay que tener en cuenta que “la iniciativa de este camino la tiene Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su rostro”. 



Humildad, grandeza y reto de la Teología

      Por lo tanto -deduce Benedicto XVI- forman parte de la teología, de un lado, la humildad que se deja “tocar” por Dios, y, de otro, la vinculación al orden de la razón. Tal es la grandeza y el reto de la auténtica teología, “que preserva al amor de la ceguera y le ayuda a desarrollar su fuerza visual”. Y así “la razón, cuando recorre el camino trazado por la fe, no es una razón alienada, sino razón que responde a su altísima vocación”.

      Podemos concluir: la razón humana tiene dos usos, un uso experimental y otro uso “personal”. El primero es legítimo con tal que no estorbe al segundo, necesario para abordar las cuestiones más importantes. Entre ellas está la fe, como respuesta a Dios. De esta manera, cada una desde su ámbito, “la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” (Juan Pablo II, enc. Fides et ratio, n. 1). 



(publicado en www.analisisdigital.com, 8-VII-2011)

martes, 5 de julio de 2011

La libertad religiosa, derecho fundamental


Norman Rockwell, Saying Grace (1951)


Los cristianos han reivindicado siempre su libertad de religión; pero con frecuencia en las sociedades de predominio cristiano no se ha respetado esta misma libertad para otros. Con el Concilio Vaticano II la Iglesia afirma que siempre ha defendido la libertad religiosa (cf. Decl. Dignitatis humanae, n. 12). ¿Qué se puede decir al respecto? ¿Qué enseña Benedicto XVI sobre esto? 



La libertad religiosa en el Concilio Vaticano II


      El tema lo planteaba el Papa Benedicto al principio de su pontificado, en su discurso a la Curia del 22 de Diciembre de 2005 acerca de la correcta interpretación del Concilio Vaticano II. La base para ello es la distinción, establecida por Juan XXIII, entre el depósito de la fe (sustancialmente invariable) y las diversas formas en que puede ser expresado en los diversos tiempos y lugares (cf. Discurso de apertura del Concilio, 11-X-1962). Efectivamente, y esto se puede ampliar a la celebración de los sacramentos y las expresiones de la vida cristiana.

      Ahora bien, para distinguir lo que pertenece sustancialmente al depósito de la fe, de sus expresiones variables (es decir, para lograr la síntesis entre fidelidad y dinamismo), señalaba Benedicto XVI, se impone siempre una renovada reflexión y una renovada vivencia de la fe. Esto es necesario para distinguir los principios permanentes de la fe, respecto a las formas contingentes en que se expresan estos principios. De este modo decía el Papa, “las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar” (a esto se le viene llamando “hermenéutica de la reforma en la continuidad”). Y ponía precisamente el ejemplo de la libertad religiosa.

      Señalaba que el Concilio reconoció e hizo suyo un principio esencial del Estado moderno (la libertad de religión), a la vez que renovó sustancialmente un profundo patrimonio de la Iglesia, en sintonía con la enseñanza de Jesús (cf. Mt 22, 21) y también con los mártires de todos los tiempos, que murieron por la propia libertad de vivir la fe cristiana.

      En síntesis, el Evangelio enseña la libertad religiosa en el sentido de libertad para abrazar la verdad. Si los cristianos han invocado este principio sobre todo para sí mismos, al llegar la época moderna se redescubre, también en la práctica, un aspecto de la misma verdad: que la libertad religiosa debe defenderse para todos los hombres, porque está implicada en la dignidad humana. 




Libertad religiosa y aprecio público de la religión


     Benedicto XVI viene enseñando esta doctrina, a la vez que promueve el anuncio de la fe cristiana y el aprecio a los valores religiosos en la sociedad. Podría aducirse especialmente su discurso ante la ONU en 2008 y otros pronunciados en Washington, Australia, Francia, Jordania, Inglaterra, Croacia, etc. Cabe aquí referirse a algunos textos suyos que se centran en la Libertad religiosa o le han dedicado un espacio sustancial.

      En su tercera encíclica, Caritas in veritate (29-VI-2009), denuncia los principales obstáculos que encuentra actualmente la libertad religiosa: el fanatismo religioso, asociado a la violencia, y el laicismo; éste llega a imponer formas de ateísmo práctico, e incluso a exportarlas a países pobres. “Éste es el daño que el ‘superdesarrollo’ produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el ‘subdesarrollo moral’” (n. 29). En el documento avisa que libertad religiosa no quiere decir que todas las religiones sean iguales; más bien se impone un discernimiento de su contribución al bien común, sobre la base de la caridad en la verdad (cf. n. 55).

      La libertad religiosa es el tema principal del Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, de 2011. Ahí se explica que este derecho es un camino, más aún, el camino privilegiado para construir la paz. El hecho de que los cristianos son actualmente el grupo religioso más perseguido, es una ofensa a Dios y a la dignidad humana, y un obstáculo para el desarrollo moral y social. La libertad religiosa debe ser defendida para todos, tanto en privado como en público, comenzando por sostener la que corresponde a la familia, y siguiendo por la que deben disponer los grupos religiosos y la Iglesia. Hasta tal punto es importante, que este derecho es un “indicador” del respeto a los demás derechos humanos. Tanto el fundamentalismo religioso como el laicismo son formas extremas de rechazo al legítimo pluralismo y al principio de una sana laicidad. Por tanto se ha de fomentar un sano diálogo entre las instituciones civiles y las religiosas, así como dentro de la Iglesia se ha de educar en el diálogo con las religiones, evitando el sincretismo y el relativismo. En cuanto a Europa, debe cesar en sus hostilidades y prejuicios contra los cristianos, y reconciliarse con sus propias raíces cristianas para redescubrir su papel en la historia.

      En su Mensaje a la Academia Pontifica de las Ciencias Sociales (29-IV-2011), reunida para estudiar la libertad religiosa como un derecho universal, evocó a Tertuliano (primero que habló de “libertad de religión”), y situó al derecho de libertad religiosa en el horizonte de la plenitud de la persona humana.

      Entre las enseñanzas de Benedicto XVI (con sus hechos y sus palabras) sobre este tema destaca, en todo caso, su insistencia en que la reivindicación de la libertad religiosa cristiana en la sociedad civil ha de hacerse desde la defensa y promoción de la libertad religiosa para todos y en todos los lugares, como Derecho humano fundamental. 




(publicado en www.religionconfidencial.com, 4-VII-2011)

sábado, 2 de julio de 2011

El sí que hace nuevas todas las cosas



En la película La Pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), María ve a su hijo desplomarse bajo el peso de la cruz, y recuerda un traspié que le hizo caer de niño. Inmediatamente corre en su ayuda, como entonces; pero ahora, metiéndose bajo la cruz, para juntar su rostro con el suyo. Y él le responde, con palabras de profunda resonancia bíblica: “¿Ves, madre, cómo yo hago nuevas todas las cosas?” 

 

La eterna juventud del Evangelio


     Benedicto XVI proclamó bien pronto la eterna juventud del Evangelio y su capacidad para renovar los corazones, las comunidades y las estructuras mismas del mundo creado. El que ha querido ser un “simple y humilde trabajador de la viña del Señor” ha invitado a abrir el corazón y el mundo a Dios.


     La fe cristiana es una invitación a vivir con plenitud, coherencia y alegría. Nuestra época necesita del testimonio personal de muchos cristianos. Un testimonio que ha de darse en unión con los demás cristianos en la familia de Dios, que es la Iglesia.

     San Pedro, primer Papa, decía que ese testimonio ha de ir acompañado por las razones de la esperanza (cf. 1 Pe 3, 15).

     El Evangelio –la vida de Jesucristo y la vida de los cristianos– es “buena noticia” para todos porque es un “sí” a los hombres y mujeres de todos los tiempos, a sus alegrías, preocupaciones y anhelos
(cf. 2 Co 1, 18-22). Un sí a la vida y al amor humano limpio y noble que constituye el matrimonio y la familia. Un sí a todo lo que Dios ha creado y se desarrolla con ayuda del trabajo y la cultura. Un sí particularmente para los más débiles y necesitados, los pobres, los enfermos, los niños y los ancianos. Un sí entusiasta y orientador para los jóvenes y para todos los que están implicados directamente en la vida pública y política. Un sí imprescidible para curar las heridas de nuestro tiempo, con fidelidad a Dios y al hombre.


El sí que se da con la vida


     Un sí, en efecto, capaz de hacer todas las cosas nuevas. Un sí que para pronunciarlo requiere no sólo de la palabra, sino ante todo de la vida.


     En una breve carta que Benedicto XVI dirigió en abril de 2008 a los jóvenes franceses reunidos en Lourdes, les decía:

     “Nuestro sí a Dios hace brotar la fuente de la verdadera felicidad: este sí libera al yo de todo lo que lo encierra en sí mismo. Hace que la pobreza de nuestra vida entre en la riqueza y en la fuerza del proyecto de Dios, pero sin entorpecer nuestra libertad y nuestra responsabilidad. Abre nuestro corazón estrecho a las dimensiones de la caridad divina, que son universales. Conforma nuestra vida a la vida misma de Cristo, que nos ha marcado en nuestro bautismo”.




Publicado en www.religionenlibertad.com, 7-X-2008
Reproducido en el libro: 
"Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios"
Eunsa 2010