La Iglesia, Pueblo, hogar y familia de Dios1. El primer capítulo trata sobre la sinodalidad (en sí misma). Presupuesto que la Iglesia es en sí “sínodo” (comunidad en camino), se redescubre a la Iglesia como “
Pueblo fiel de Dios, dentro del cual cada uno es portador de una dignidad derivada del Bautismo y llamado a la corresponsabilidad en la misión común de evangelización” (1a)
Dentro de esta plena continuidad con el Vaticano II se subraya inmediatamente “el estilo” operativo que se propone para esta conciencia renovada de ser Iglesia en misión.
“Este proceso ha renovado nuestra experiencia y nuestro deseo de una Iglesia que sea
el hogar y la familia de Dios” (1b). Es interesante que entre las muchas maneras de entender y describir a la Iglesia, se diga aquí que la Iglesia se experimenta y se comprende en nuestros días ante todo como hogar y familia, “cercana a las personas, menos burocrática y más relacional”; en la línea que señalaban los jóvenes con ocasión del Sínodo dedicado a ellos.
Por tanto, más allá de las confusiones y preocupaciones que han podido suscitarse con este sínodo, lo que está de fondo, en continuidad con la fe apostólica, es que “la sinodalidad es
una expresión del dinamismo de la Tradición viva” (1f). Esto debe entenderse de modo que se articule con la naturaleza jerárquica de la Iglesia.
En términos sencillos, se propone
esta experiencia y comprensión de la sinodalidad: “La sinodalidad puede entenderse como el caminar de los cristianos con Cristo y hacia el Reino, junto con toda la humanidad; orientada a la misión, supone reunirse en asamblea en los distintos niveles de la vida eclesial, escucharse mutuamente, dialogar, discernir comunitariamente, consensuar como expresión de la presencia de Cristo en el Espíritu y tomar decisiones en corresponsabilidad diferenciada” (1h).
Luego, se dice, habrá que concretar cómo se entiende y se lleva a cabo esto en las diferentes
culturas; y de modo que se eviten los riesgos de
individualismo, populismo y de “una
globalización que homogeneiza y aplana” (1l). Se pide superar los obstáculos para una mayor participación, especialmente de los jóvenes, y profundizar desde el punto de vista teológico y canónico, constituyendo para ello una comisión intercontinental.
La sinodalidad, enraizada en la Trinidad2. Para fundamentar y desarrollar la sinodalidad es necesario mostrar que
se enraiza en la Trinidad (capítulo 2) En la práctica, esto significa que cada cristiano está llamado a llevar adelante su vocación, su carisma, sus ministerios. La finalidad no es la Iglesia en sí misma, sino el anuncio del Reino de Dios. Para que la sinodalidad no se quede en una “renovación cosmética”, se requiere reconocer “la
primacía de la gracia” y promover “la profundidad espiritual”: un auténtico encuentro con Dios y a la vez con los hermanos, “según el rico patrimonio espiritual de la Tradición”: “una
oración abierta a la participación, un
discernimiento vivido juntos, una
energía misionera que nace del compartir y se irradia como servicio” (2c).
Esto se traduce en la práctica por medio del método de “la
conversación en el Espíritu”, que, aunque tiene sus límites, fomenta la escucha, la conversión y la fraternidad. Para avanzar se piden
criterios para el discernimiento, que tengan en cuenta ante todo la Sagrada escritura, la Tradición, el Magisterio de la Iglesia y los signos de los tiempos.
Además, se requiere una correcta
visión antropológica y espiritual. El método debe integrar las
aportaciones de la teología y de las ciencias humanas. Se propone una mayor valoración de las
culturas y se pide cómo acompañar a las personas (y para ello preparar
personas formadas) en cada Iglesia local en este discernimiento eclesial, teniendo en cuenta los diversos carismas, ministerios y caminos pastorales.
La primera forma de sinodalidad
3. El camino de la sinodalidad comienza con la entrada en la comunión de la fe. La iniciación cristiana (capítulo 3), que hoy se redescubre según el estilo del catecumenado primitivo, se considera como “la primera forma de sinodalidad” (3b). La base para todo ello es el Bautismo, que dota a los cristianos de igual dignidad y del “sentido de la fe” (sensus fidei: “cierta connaturalidad con las realidades divinas y en la aptitud para captar intuitivamente lo que se ajusta a la verdad de fe), como condición para llegar al “consenso de la fe”, como criterio seguro en el camino cristiano. La Confirmación hace presente para cada uno el acontecimiento de Pentecostés, y le prepara para desarrollar su propia vocación y misión. Se comprende que debe integrarse mejor en relación con los carismas y ministerios de la Iglesia.
En cuanto a la Eucaristía, sobre todo la dominical, es el centro de la comunión eclesial. De hecho el término comunión se emplea tanto para la Eucaristía como para la iglesia. De ahí que “la comunión celebrada en la Eucaristía y que brota de ella configura y orienta los caminos de la sinodalidad” (3e), puesto que el estilo cristiano es la unidad en la diversidad.
Como cuestiones a afrontar, se pide que se presente la iniciación cristiana según una visión más unitaria. El desarrollo del sensus fidei requiere que tras el Bautismo se acompañe la existencia del cristiano en medio de su ambiente cultural, y que la Confirmación se viva como raíz próxima de la vocación y misión en relación con el testimonio de la fe.
Entre las propuestas destaca “la liturgia celebrada con autenticidad” como “primera y fundamental escuela de discipulado y fraternidad”, teniendo en cuenta “su poderosa belleza y la noble sencillez de sus gestos” (3k). Además de la celebración de la Misa se pide valorar otras formas de plegaria litúrgica, así como la piedad popular, y singularmente la devoción mariana.
El papel de los pobres en la sinodalidad
4. Con ello llegamos a los pobres como protagonistas del camino de la Iglesia (capítulo 4). Se subraya el papel central de los pobres y necesitados (al lado de la pobreza material, también las “nuevas pobrezas”, la pobreza espiritual, la falta del sentido de la vida, etc.) en la sinodalidad. Esto abarca el compromiso por el cuidado de la casa común. En este punto se inscribe una clara llamada a un mayor conocimiento, formación y práctica de la Doctrina Social de la Iglesia (“recurso demasiado poco conocido”): “El compromiso de la Iglesia debe llegar a las causas de la pobreza y la exclusión. Esto incluye actuar para proteger los derechos de los pobres y excluidos, y puede requerir la denuncia pública de las injusticias, ya sean perpetradas por individuos, gobiernos, empresas o estructuras sociales. Escuchar sus reivindicaciones y puntos de vista para darles voz, utilizando sus palabras, es crucial” (4f).
Esto no debe quedarse en un plano puramente institucional: “Los cristianos tienen el deber de comprometerse a participar activamente en la construcción del bien común y en la defensa de la dignidad de la vida, inspirándose en la doctrina social de la Iglesia y actuando de diversas formas (compromiso en organizaciones de la sociedad civil, sindicatos, movimientos populares, asociaciones de base, política, etc.). La Iglesia expresa su profunda gratitud por su acción. Las comunidades apoyan a quienes trabajan en estos campos con auténtico espíritu de caridad y servicio. Su acción se inscribe en la misión de la Iglesia de anunciar el Evangelio y colaborar en la llegada del Reino de Dios” (4 g).
La cuestión de fondo es que en los pobres vemos el rostro y la carne de Cristo, por lo que debemos no solo acercarnos a ellos, sino también aprender de ellos. En cuanto a la sinodalidad: “Si hacer sínodo significa caminar junto a Aquel que es el camino, una Iglesia sinodal necesita poner a los pobres en el centro de todos los aspectos de su vida: a través de sus sufrimientos tienen un conocimiento directo de Cristo sufriente (cfr. Evangelii gaudium, n. 198). La semejanza de su vida con la del Señor hace de los pobres heraldos de una salvación recibida como don y testigos de la alegría del Evangelio” (4h).
Por todo ello se propone, respecto a la Doctrina social de la Iglesia: “Las Iglesias locales deben comprometerse no sólo a dar a conocer mejor su contenido, sino a favorecer su apropiación mediante prácticas que pongan en práctica su inspiración” (4n). El servicio efectivo a los pobres, así como la enseñanza de la “ecología integral” (desde sus fundamentaos bíblicos y teológicos) deben ser aspectos integrales en todos los procesos formativos
Catolicidad e inculturación
5. Sigue un capítulo sobre “Una Iglesia de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (capítulo 5). En él se manifiesta cómo los cristianos viven dentro de culturas específicas, tiempos y lugares diversos, contextos multiculturales y multirreligiososs que plasman las culturas y los lenguajes de las Iglesias locales. Es, en efecto, el tema de la catolicidad y de la inculturación.
En estos contextos es importante la valoración de los movimientos migratorios, y vale pena recoger este párrafo completo “A menudo los migrantes y refugiados, muchos de los cuales cargan con las heridas del desarraigo, la guerra y la violencia, se convierten en una fuente de renovación y enriquecimiento para las comunidades que los acogen y en una oportunidad para establecer un vínculo directo con Iglesias geográficamente distantes. Frente a actitudes cada vez más hostiles hacia los emigrantes, estamos llamados a practicar una acogida abierta, a acompañarles en la construcción de un nuevo proyecto de vida y a construir una verdadera comunión intercultural entre los pueblos. El respeto de las tradiciones litúrgicas y de las prácticas religiosas de los emigrantes es parte integrante de una acogida auténtica” (5d). Un cuidado especial ha de tenerse en relación con la inculturación que se realiza en las misiones, inculturación que hoy es más consciente de la importancia del diálogo interreligioso, el testimonio de la solidaridad y de la fraternidad, pues “la Iglesia es consciente de que el Espíritu puede hablar a través de las voces de hombres y mujeres de toda religión, convicción y cultura” (5f).
Sin duda -apunta el texto- esto requiere “cultivar la sensibilidad (junto con el aprecio por la unidad) ante la riqueza de la variedad de expresiones del ser Iglesia” (5g). De nuevo, una llamada al discernimiento ante un ambiente plural e incluso conflictivo: “La Iglesia también se ve afectada por la polarización y la desconfianza en ámbitos cruciales, como la vida litúrgica y la reflexión moral, social y teológica. Debemos reconocer las causas mediante el diálogo y emprender procesos valientes de revitalización de la comunión y la reconciliación para superarlas” (5h). Se reconocen las tensiones reales, a veces excesivas, que existen en el modo de entender la evangelización, poniendo el foco en uno u otro de sus aspectos. También a la hora de distinguir entre el mensaje del Evangelio y la cultura del evangelizador.
¿Qué se propone ante estas dificultades? Las propuestas no pueden ser sino múltiples: atención a los lenguajes y los procesos de la evangelización (escucha, discernimiento, participación, etc.); formación en las enseñanzas del Concilio Vaticano II y del magisterio posconciliar (poco conocido), de la Dcotrina social de la Iglesia (ya apuntado) y, en general, formación teológico-pastoral.
Las Iglesias orientales católicas y el ecumenismo
6. Otro capítulo llama la atención sobre las tradiciones de las Iglesias orientales y sus peculiaridades (litúrgicas, teológicas, eclesiológicas y canónicas), junto con las propias de la Iglesia latina (capítulo 6). Esto adquiere especial actualidad por el fenómeno de las migraciones. Se pide que se establezcan a nivel internacional estructuras y comisiones adecuadas para afrontar este reto.
7. Finalmente está “el camino hacia la unidad de los cristianos”, es decir, el ecumenismo (capítulo 7). Puesto que el Bautismo es a la vez el principio de la sinodalidad y el fundamento del ecumenismo, “no puede haber sinodalidad sin dimensión ecuménica” (7b). La tarea ecuménica, que los especialistas teólogos llevan a cabo con paciencia y dedicación, implica una renovación espiritual, la purificación de la memoria histórica y la oración de los cristianos. Hoy se avanza en la conciencia de la participación de todos en medio de su vida cotidiana, así como la necesidad de la formación ecuménica. Además es importante la colaboración en los múltiples “caminos” del ecumenismo práctico, entre ellos, en las tareas de promoción humana y cultural.
En relación con la sinodalidad, se precisa percibir las diferencias en el modo de entender y practicar la sinodalidad entre las confesiones cristianas, la relación que establecen (en el caso de los ortodoxos) entre los obispos y los fieles, así como la relación entre la sinodalidad y el primado pontificio. En este punto hay una referencia a la profundización en el modo del ejercicio del ministerio petrino al servicio de la unidad, tal como pidió Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint (1995).
Ante el 1700 aniversario del concilio de Nicea (325), donde se elaboró el símbolo (credo) de la fe cristiana, se sugiere que se aproveche esa celebración en relación con el actual proceso sobre la sinodalidad, así como la coincidencia, en 2025, de la fecha de la Pascua para todas las confesiones cristianas.