Hace años solía
contar en un colegio la historia de unos niños que vivían en una casa con un
patio grande, y que no sabían casi nada de su familia ni del mundo. Solamente,
que al salir o al entrar del patio donde jugaban, debían pasar a saludar a un
personaje que moraba en una de las estancias. Era una gran lengua que ocupaba
toda la habitación, y que siempre estaba ondeando sus enormes papilas, diciendo:
“me gusta, no me gusta”.
Se
escribe que actualmente muchos jóvenes –algunos les llaman la generación
“selfie”– se mueven solo por las emociones, cosa que otros aprovechan; que han
reducido los pronombres y los tiempos verbales al “yo y nosotros” (entiéndase
yo y mi grupo); que, de los tiempos, solamente les queda un presente sin
historia; y que sus educadores evitan preguntas molestas como ¿por qué?, o
¿cómo podemos cambiarlo?
Si
esto es así podría verse como un indicador más de la actual emergencia
educativa. Para orientarse en esta situación, podría servir el capítulo que, en
sus lecciones de Ética en la universidad de Múnich (BAC, Madrid 1999), Romano
Guardini dedica a la ética de la educación, como tarea valiosa y creativa al
servicio de la vida plena de las personas.
Parte de la necesidad que tenemos de
los demás. A continuación profundiza sobre el carácter personal de la
educación.