W. Hofhuizen, Children with ball (1953)
La fe cristiana surge, vive y se
transmite a partir de “la belleza que salva” (Dostoievsky). Solo se llega a la luz por la Cruz. Mirando la
belleza del Crucificado Resucitado, escribe von Balthasar: “En la mirada de la
fe se identifican bienaventuranza y sacrificio de autoentrega”. Los
iconos y los santos, son por eso, imágenes privilegiadas de la belleza;
belleza que también encontramos en la vida cotidiana y en el arte cristiano, y que puede
inspirar nuestra oración.
Los iconos y los santos
El
lenguaje del icono es simbólico. El símbolo (sin-ballein=lanzar, arrojar o tirar con, lanzar conjuntamente y
reunir) relaciona cosas diversas sin cerrarse a un único sentido y sin caer en
la confusión; aproxima lo infinitamente lejano sin anular la distancia entre lo
ideal y lo real. En los iconos esto acontece no como efecto del conocimiento
humano, sino por la luz divina que se irradia, no desde el espectador sino
hacia él.
En el
icono se manifiesta que “lo bello nos viene al encuentro, se hace íntimo,
próximo, emparentado con la sustancia misma de nuestro ser” (Endokimov, en La teología de la belleza). La lectura
verdadera del icono, dice Bruno Forte (En
el umbral de la belleza, Valencia 2004), es la vida nueva de los redimidos.
Iconos
vivos son los santos, ya durante su vida terrena, piedras vivas del templo
espiritual que es la Iglesia (cf. 1 Pe, 2, 5). Todos estamos llamados a la
santidad, que comporta el brillo de las buenas obras (kalà erga, buenas y bellas) para la gloria de Dios (cf. Mt 5, 16): Y
añade Benedicto XVI. “La belleza de las obras de que habla el Evangelio
señala más allá, a otra belleza, verdad y bondad que solo en Dios tienen su
perfección y su fuente últimas” (Mensaje a las Pontificias Academias, 25-XI-2008).
La
contemplación de la belleza, apunta también Forte, facilita el “salto de la fe”. Y sostiene que
esto puede suceder incluso como contrapunto de la infelicidad del poeta, de la
angustia del hedonista o de la frustración del seductor; pues “la conciencia
angustiada comprende el cristianismo como un animal hambriento” (Kierkegaard).
Es otro aspecto de la belleza, que por contraste “puede resplandecer también en
el mal, en el desorden, en la indiferencia e incluso en la estupidez” (R.
Guardini, en su estudio sobre el mundo religioso de Dostoievsky).
En la catedral de Bresanona
(Italia) Benedicto XVI afirmó un día: “Al contemplar a los santos, esta
gran estela luminosa con la que Dios ha atravesado la historia, vemos que allí
hay verdaderamente una fuerza del bien que resiste al paso de los milenios,
allí está realmente la luz de luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas
creadas por la fe, constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe.
Esta hermosa catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de
la belleza de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a
Cristo y todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran” (Encuentro con el clero de Bresanona,
6-VIII-2009)
Por eso,
señalaba también, el arte cristiano “es un arte racional –pensemos en el arte
gótico o en la gran música, o incluso en nuestro arte barroco–, pero es
expresión artística de una razón muy amplia, en la que el corazón y la razón se
encuentran. Esta es la cuestión. A mi parecer, esto es, de algún modo, la
prueba de la verdad del cristianismo: el corazón y la razón se encuentran,
la belleza y la verdad se tocan” (Ibid).
Todo ello acontece también en la vida cotidiana, pues la experiencia de lo bello –observaba el
Papa Ratzinger en otra ocasión–“no
aleja de la realidad, más bien lleva a afrontar de lleno la vida cotidiana para
liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa, bella” (Encuentro con los artistas en la Capilla
Sixtina, 21-XI-2009)
Esto, continuaba
explicando, se debe a lo que ya decía Platón: que la belleza tiene la capacidad
de provocar en el hombre una saludable “sacudida” que nos saca de nosotros
mismos, nos arranca del conformismo y de la comodidad. E incluso a veces nos
hace sufrir como un dardo que nos hiere, pero nos despierta, abriendo
nuevamente los ojos de la mente y el corazón, nos pone alas, nos empuja hacia
lo alto. Mientras que la ciencia puede tranquilizarnos sin más, la belleza nos
pone en marcha hacia nuestro destino último. Y todo esto es bien distinto de
una fuga irracional o de un mero esteticismo.
Por eso,
proponía, “si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos
abra los ojos, entonces redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad
de comprender el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual
somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del
compromiso cotidiano (Ibid.).
Y concluía
citando a Juan Pablo II: “La belleza es clave del Misterio y llamada a lo
trascendente” (Carta a los artistas,
n. 16); a Balthasar: “La belleza es la última palabra que el intelecto pensante
puede atreverse a pronunciar, porque ella no hace otra cosa que coronar, cual
aureola de esplendor inalcanzable, el doble astro de lo verdadero y del bien y
su indisoluble relación”; Hermann Hesse:
"Arte significa: dentro de cada cosa mostrar a Dios"; y Simone Weil,
para quien la belleza es como un signo de la encarnación de Dios en el mundo.
La belleza del arte como inspiración para la
oración fue el tema de la audiencia general de Benedicto XVI el 31 de
agosto del 2011 en Castelgandolfo. Se
detuvo en evocar cómo una catedral gótica, una iglesia románica, una pieza de
música sacra o un cuadro que nace de la fe y la expresa, nos pueden llevar
hacia Dios, fuente de toda belleza. “Resulta profundamente cierto –señalaba– lo
que escribió un gran artista, Marc Chagall, que los pintores han sumergido,
durante siglos, sus pinceles en el alfabeto de colores que es la Biblia”. Y
aludió a otro gran artista: “Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y
diplomático francés, al escuchar el canto del Magnificat durante la Misa de Navidad en la basílica de Notre Dame,
París, en 1886, advirtió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia
por motivos de fe, sino para encontrar argumentos contra los cristianos. Sin
embargo la gracia de Dios actuó en su corazón”.
Por eso animaba
Joseph Ratzinger a redescubrir el camino de la belleza también para la oración;
con motivo de un viaje, de una excursión o de una visita turística, la
contemplación de la belleza –ya sea en la naturaleza o en las obras de arte–
nos puede permitir ser “heridos” por el rayo de la belleza, tocados por la luz
del rostro de Dios, y así poder ser nosotros luz para nuestro prójimo.
He aquí muchas
“pistas” para la educación en la fe siguiendo el camino de la belleza.
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