Junio es el mes del Corazón de Jesús, y por tanto, aquí “tocaba fondo” el Año de la misericordia. En el retiro espiritual que el Papa Francisco impartió con ocasión del jubileo sacerdotal (2-VI-2016), la víspera de la fiesta del Corazón de Jesús, explicaba qué es la misericordia de Dios y cómo nos va cambiando en personas misericordiosas. De Jesús aprendemos y en él vivimos qué significa "tener corazón" en cristiano.
La misericordia aparece ante todo como atributo de Dios (el nombre de Dios es misericordia), de sus “entrañas maternas” y de su fortaleza y fidelidad paterna. También como fruto de la Alianza con su Pueblo elegido. Y esto nos llega en el perdón de nuestros pecados por el sacramento de la Confesión o de la Penitencia.
La misericordia se derrama, explica Francisco, por dos vertientes: la misericordia de Dios con nosotros y nuestra misericordia con los demás, que nos conduce siempre a recibir de nuevo, con un espléndido efecto “boomerang”, la misericordia de Dios. Dos vertientes, y al mismo tiempo, una sola fuerza unitiva, la mayor fuerza unitiva que atraviesa la vida espiritual.
Tres sugerencias iniciales apunta el Papa para la oración sobre la misericordia: saborear con gusto lo que Dios nos concede, para agradecerle sus dones; evitar una excesiva intelectualización de la misericordia (que está hecha para la acción, para el servicio y para ayudar a los demás); pedir la gracia de crecer en misericordia, es decir, de ser más capaces de recibir y dar misericordia. Y en esta línea y como consecuencia, pide el Papa también la “conversión institucional, la conversión pastoral”.
Sigamos ahora el desarrollo de cada una de las tres meditaciones.
De la vergüenza a la fiesta
1. "De la distancia a la fiesta". Conviene que nos examinemos para ver dónde están nuestras heridas, dónde está nuestra distancia de Dios y nuestra sed de verdad, de bien y de belleza. Así se despertará en nosotros, como en el hijo pródigo, la nostalgia por la casa de nuestro Padre. Así pasaremos “de la distancia a la fiesta”, de la vergüenza por nuestros pecados a la dignidad por recuperar la condición de hijos de Dios. Y todo, gracias al corazón del Padre y al corazón de Cristo que late al unísono con el de su Padre.
Ese experimentar una “vergonzosa dignidad”, como percepción a la vez del corazón y de la inteligencia, es bueno para el sacerdote (y también, cabría añadir, para todo cristiano; pues cada bautizado, como decía san Josemaría refiriéndose al sacerdocio común de los bautizados, tiene “alma sacerdotal”, participa del sacerdocio de Cristo y ejerce de mediador entre Dios y los hombres en la vida ordinaria, cuidando de sanar heridas, ser “buen Samaritano”, en las relaciones familiares, en el encuentro con las personas en su trabajo, en su vida social y cultural, en todos los horizontes de su existencia).
El Papa nos invita a contemplar nuestros pecados y tantos males y sufrimientos que hay en el mundo: “Tantas cosas comprende nuestra mente solo viendo a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, ¡o viendo al Señor clavado a la cruz por mí!”.
Esto nos debe llevar a implicarnos, a “mancharnos las manos”, a arriesgar las propias comodidades y seguridades para ayudar a los demás, para llevarles la misericordia.
“No es –observa Francisco– que la misericordia no considere la objetividad del daño provocado por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro —y ese es el poder de la misericordia—, le quita poder sobre la vida que transcurre hacia adelante”. Así la misericordia (como el perdón al que va vinculada) quita el poder a la muerte, que es fruto amargo del pecado. No es la misericordia (primero la de Dios, luego la nuestra) ingenua; porque ve el mal, pero perdona totalmente con el deseo de que el otro se ponga rápidamente en camino, también para dar vida a otros, quizá más alejados, frágiles y heridos.
Y un broche final: la misericordia no sabe de excesos: “El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en el deseo de comunicarla a los demás”.
1. "De la distancia a la fiesta". Conviene que nos examinemos para ver dónde están nuestras heridas, dónde está nuestra distancia de Dios y nuestra sed de verdad, de bien y de belleza. Así se despertará en nosotros, como en el hijo pródigo, la nostalgia por la casa de nuestro Padre. Así pasaremos “de la distancia a la fiesta”, de la vergüenza por nuestros pecados a la dignidad por recuperar la condición de hijos de Dios. Y todo, gracias al corazón del Padre y al corazón de Cristo que late al unísono con el de su Padre.
Ese experimentar una “vergonzosa dignidad”, como percepción a la vez del corazón y de la inteligencia, es bueno para el sacerdote (y también, cabría añadir, para todo cristiano; pues cada bautizado, como decía san Josemaría refiriéndose al sacerdocio común de los bautizados, tiene “alma sacerdotal”, participa del sacerdocio de Cristo y ejerce de mediador entre Dios y los hombres en la vida ordinaria, cuidando de sanar heridas, ser “buen Samaritano”, en las relaciones familiares, en el encuentro con las personas en su trabajo, en su vida social y cultural, en todos los horizontes de su existencia).
El Papa nos invita a contemplar nuestros pecados y tantos males y sufrimientos que hay en el mundo: “Tantas cosas comprende nuestra mente solo viendo a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, ¡o viendo al Señor clavado a la cruz por mí!”.
Esto nos debe llevar a implicarnos, a “mancharnos las manos”, a arriesgar las propias comodidades y seguridades para ayudar a los demás, para llevarles la misericordia.
“No es –observa Francisco– que la misericordia no considere la objetividad del daño provocado por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro —y ese es el poder de la misericordia—, le quita poder sobre la vida que transcurre hacia adelante”. Así la misericordia (como el perdón al que va vinculada) quita el poder a la muerte, que es fruto amargo del pecado. No es la misericordia (primero la de Dios, luego la nuestra) ingenua; porque ve el mal, pero perdona totalmente con el deseo de que el otro se ponga rápidamente en camino, también para dar vida a otros, quizá más alejados, frágiles y heridos.
Y un broche final: la misericordia no sabe de excesos: “El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en el deseo de comunicarla a los demás”.
Llagas y cicatrices
2. "El receptáculo de la misericordia". La misericordia de Dios, dice Francisco, se derrama precisamente sobre nuestro pecado, una y otra vez. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. No solo eso, sino que Dios va reparando el odre haciéndolo cada vez nuevo, para derramar el vino nuevo de su misericordia de modo que a través de nosotros llegue a los demás. Y hay que mantener viva la experiencia de haber sido objeto de misericordia, mirarse a sí mismo cada uno, contarse su propia historia, cómo Dios nos ha ido recreando el corazón.
De todo ello son imagen viva las llagas del Señor, sobre todo la de su “corazón llagado”. La impronta del pecado restaurado por Dios no se borra ni se infecta, sino que es, sobre todo en Jesús resucitado, una cicatriz. Y las cicatrices tienen una sensibilidad especial: nos recuerdan la herida sin mucho dolor mientras la van curando.
Al llegar aquí, en el centro mismo del retiro, la meditación de Francisco alcanza su cúspide. Así describe cómo la misericordia de Dios va haciendo en nosotros su “receptáculo”:
“Contemplando el corazón llagado del Señor nos reflejamos en Él. Se parecen, nuestro corazón y el suyo, porque ambos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y fue llagado porque aceptó ser herido; nuestro corazón, en cambio, era pura llaga, que fue sanada porque aceptó ser amada”.
De esta manera cada santo recibe la misericordia de Dios “en” su pecado: Pablo en su “espina” (cf. 2 Co 12, 7); Pedro, en su negación a seguirle (cf. Jn 21, 22); Agustín en su nostalgia de haber llegado “tarde” al amor; Francisco de Asís en su custodia silenciosa de la Orden por él fundada; Ignacio de Loyola en su vanidad que se transforma en la búsqueda de la gloria de Dios; el “cura rural” de Bernanos en la aceptación de sí mismo; el “Cura brochero” en la aceptación de su enfermedad con rectitud de intención; el cardenal Van Thuan redescubriendo en la cárcel la prioridad de Dios; y sobre todo, María como recipiente y fuente a la vez de la Misericordia.
2. "El receptáculo de la misericordia". La misericordia de Dios, dice Francisco, se derrama precisamente sobre nuestro pecado, una y otra vez. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. No solo eso, sino que Dios va reparando el odre haciéndolo cada vez nuevo, para derramar el vino nuevo de su misericordia de modo que a través de nosotros llegue a los demás. Y hay que mantener viva la experiencia de haber sido objeto de misericordia, mirarse a sí mismo cada uno, contarse su propia historia, cómo Dios nos ha ido recreando el corazón.
De todo ello son imagen viva las llagas del Señor, sobre todo la de su “corazón llagado”. La impronta del pecado restaurado por Dios no se borra ni se infecta, sino que es, sobre todo en Jesús resucitado, una cicatriz. Y las cicatrices tienen una sensibilidad especial: nos recuerdan la herida sin mucho dolor mientras la van curando.
Al llegar aquí, en el centro mismo del retiro, la meditación de Francisco alcanza su cúspide. Así describe cómo la misericordia de Dios va haciendo en nosotros su “receptáculo”:
“Contemplando el corazón llagado del Señor nos reflejamos en Él. Se parecen, nuestro corazón y el suyo, porque ambos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y fue llagado porque aceptó ser herido; nuestro corazón, en cambio, era pura llaga, que fue sanada porque aceptó ser amada”.
De esta manera cada santo recibe la misericordia de Dios “en” su pecado: Pablo en su “espina” (cf. 2 Co 12, 7); Pedro, en su negación a seguirle (cf. Jn 21, 22); Agustín en su nostalgia de haber llegado “tarde” al amor; Francisco de Asís en su custodia silenciosa de la Orden por él fundada; Ignacio de Loyola en su vanidad que se transforma en la búsqueda de la gloria de Dios; el “cura rural” de Bernanos en la aceptación de sí mismo; el “Cura brochero” en la aceptación de su enfermedad con rectitud de intención; el cardenal Van Thuan redescubriendo en la cárcel la prioridad de Dios; y sobre todo, María como recipiente y fuente a la vez de la Misericordia.
Para una cultura de la misericordia
3. "El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia". En las obras de misericordia podemos hoy sentir ese buen olor y percibir esa luz.
Los sacerdotes somos instrumentos del amor misericordioso de Dios con el pecador sobre todo en el sacramento de la Confesión. Por eso nos debe doler “que uno se pierda, o que se quede atrás, o que se equivoque por presunción; que esté fuera de lugar, digamos; que no esté preparado para el Señor, disponible para la tarea que Él quiere confiarle”. (Sobre la figura del sacerdote, ver el discurso del Papa Francisco a la Conferencia episcopal italiana, el 16-V-20016)
Debemos ser signos e instrumentos de su Misericordia, con coherencia, claridad y comprensión, evitando la “autorreferencialidad” y estando disponibles, sin ser nunca “burócratas de lo sagrado”. Así no perderemos el “olor de las ovejas” ni ellas perderán el “olor del pastor”, de modo que nos salvaremos a través del rebaño que se nos ha confiado como gracia.
Nos anima el Papa a todos los cristianos, cuando nos recuerda que “para ejercer las obras de misericordia el Espíritu escoge más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, que tienen ellos mismos más necesidad del primer rayo de la misericordia divina”. Y añade que, además de las obras de misericordia concretas, hemos de aspirar a una “cultura de la misericordia”.
Así es, en efecto, la fiesta de la misericordia que Dios quiere hacer, con el concurso de nuestra libertad y saliendo al encuentro de nuestra miseria con su Corazón, en nuestra vida y en la vida del mundo.
(publicado en www.religionconfidencial.com, 10-VI-2016)
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